No hay sabor que añore más que el de la mermelada de prunas que hacía mi abuela.
Como un lazo invisible me evoca su sonrisa, cálida como los abrazos largos y sentidos.
– Yaya, ¿me cuentas un cuento?
Narraba unos cuentos maravillosos que jamás he vuelto a oír. ¿Por qué será que las palabras se deshilachan con el paso del tiempo? Yo la miraba embelesada mientras me contaba sus historias de ogros, princesas, príncipes, garbanzos, monos y ballenas.
Era menuda y sietemesina; la mejor abuela que se pueda tener. Sus silencios eran tan dulces como sus besos. Desde los seis años tuvo que aprender a cocinar.
En aquellos tiempos la comida se hacía al fuego en la chimenea. La fresquera colgaba del techo con su fino calado verde. El pan se amasaba en casa y se llevaba al horno a cocer. Había una habitación de la casa donde se guardaba. Muchos años después el cuarto aún olía a su pan. Era mi preferida.
Recuerdo las llamas contorneando el puchero y cambiando de color hasta volverse ascuas. Mi abuela hacía magia ante mis ojos metiendo las manos sin quemarse.
Tenía fama de buena cocinera. Bien merecida. Entre mis recuerdos está el olor de los pimientos y berenjenas del huerto asándose lentamente en las tardes de verano.
Cuando mi abuela pesaba harina y azúcar en la romana, sabía que se acercaban las fiestas patronales. Entonces la casa se impregnaba del aroma del anís y la masa suave y aceitosa era un placer para el tacto. Yo observaba su habilidad para hacer los rollitos tan perfectos como la o de mi cuaderno de ortografía. Llenaba dos o tres llantas y las llevábamos al horno a cocer. La costumbre era que familiares y amigos se visitaran y se agasajaran con pastas y aguardiente. La casa de mi abuela estaba siempre llena.
Sus arroces y paellas eran famosos. De los seis hermanos de mi padre he oído alabanzas de la paella que hizo para la boda con conejo y garbanzos.
Otra exquisitez que nunca olvidaré eran las pelotas del cocido. Cuando mataba un conejo hacía las pelotas más deliciosas que haya probado jamás. Sólo sé que el ingrediente principal era la sangre, que revolvía con la mano para que no se coagulara. Cuando olía a cocido, mi pregunta invariable era:
– Yaya, ¿Hay pelotas?
Si la respuesta era afirmativa ese día era una fiesta.
Los recuerdos más sublimes eran las pastas de boniato que nos enviaba todas las navidades dentro de una caja de zapatos. Los había de dos tipos: los típicos de masa de anís y los de masa de almendra sobre oblea. Estos últimos eran mis preferidos. Siempre me arrepiento de no haberle pedido la receta. Nunca la vi prepararlos porque en navidades no íbamos al pueblo.
Un diciembre no llegaron los dulces. El día de nochebuena sonó el teléfono. La yaya había muerto. Al abrirle el puño vieron un papel arrugado. Era para mí.
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