El viejo siempre estuvo ausente, en mi infancia no lo recuerdo ni una docena de veces en casa, quizá fueron más, pero en ninguna de esa ocasiones estaba yo. Y quizá fueron más, porque a veces llegaba de jugar con los chicos del barrio y mi vieja estaba sentada al comedor con los ojos rojos y la cabeza oliendo a mayonesa.
Cuando verdaderamente tuve asco al grado del botulismo fue cuando ella me abrazó mientras tenía una toalla en la cabeza y lagrimas en los ojos. Yo me paré sobre una silla para poder alcanzar sus brazos al verla así: inmóvil y llorosa en medio de la cocina de paredes de adobe y techo de lámina.
Ella me abrazó fuerte, restregó su cabeza con la mía. Temblaba.
Sus lágrimas pasaron a mis mejillas.
Sus temblores le movieron la toalla enrollada en su cabeza y esta cayó al suelo. Mi nariz se hundió en su cabello grasoso al que la mayonesa daba espesor y un inconfundible olor ácido de los limones oxidados envueltos en tela. Mi boca se llenó de vómito que tuve que tragar para no echarlo en la cara de mi madre.
Desde entonces odio el olor a limón, aceite y huevos revueltos que componen la mayonesa y sobre todo, su sensación cremosa y aceitosa sobre la piel.
La mañana siguiente entendí lo que sucedía.
Durante siete años, mi madre solía darnos de desayunar un solo huevo revuelto acompañado de mayonesa a mi hermanito y a mí antes de ir a la escuela primaria. La bebida siempre era jugo de naranja o mandarina que tomaba de unos costales arrumbados en la esquina que nunca vi vacíos, al parecer mi viejo los rellenaba cada quincena junto a la alacena, que invariablemente contenía: frijol, chile seco, huevos, mayonesa y arroz. Jamás hubo otra cosa en esos huacales.
Esa mañana falto la mayonesa, no la extrañé, mi hermanito sí.
—Ma’ ¿No hay mayonesa?
—Perdóname hijo, usé lo ultimo en mi pelo.
—Ma’ ¿Por qué hiciste esa tontería? ¡La mayonesa es para comer! —dije sin saber de mi impertinencia. Mi vieja rompió en llanto.
—La vecina me contó que la mayonesa alisa el pelo, lo pone bonito y brilloso como el de ella ¡Quería verme bonita para tu papá! —dijo antes que ocultara su cabeza entre sus brazos. Su cabello olía intenso y asqueroso.
Esa noche mi viejo llegó a casa con un pollo asado y dos botellas de yogurt bebible. Aun recuerdo el sabor y olor de la carne cocida al carbón, el arroz cocinado en la grasa del pollo y los tomates macerados con cebolla y cilantro que lo acompañaban. Devoramos el manjar como si no hubiese un mañana.
La botella vacía del yogurt la cargué conmigo por semanas, hasta que un niño más grande me la quitó y rompió. Mi siguiente recuerdo es a mi madre y la madre del niño jalando mis brazos para quitarme de encima del niño desmayado y siendo golpeado por mí.
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