UN ARROZ CON LECHE SALADO

UN ARROZ CON LECHE SALADO

Aquel arroz con leche era puro amor. Cada año me sabe mejor. En mi recuerdo. En mi dolor. En esa herida que nunca cerrará.

Cuando mi abuela Nina murió, supe que nunca más habría otro como aquel.

Como buena adolescente, yo creía en la magia. Pensaba que ella era inmortal, que siempre iba a estar ahí, a dos calles de mí, con la ventana entornada. Solo que no fue así.

Mi manera de entrar en su casa era por la ventana. Siempre la conseguía sorprender. O eso creía yo. Ver su cara estupefacta ante mi aparición repentina en el salón, bien valía mis esfuerzos elásticos.

Se sentaba a hacer el crucigrama del periódico, y nos pedía ayuda a todos con las palabras extrañas. Esas que nunca usa una hija de retornados canarios llegada desde Cuba, ama de casa. Tampoco hablaba así nadie de nuestro pueblo. Ni el cura, ni el alcalde, ni los maestros. O sea, nadie. Y la abuela Nina se hizo entendida en palabras raras.

También nos intentaba contar chistes. Nunca los completaba. Se reía y se reía ella sola, y su barriga subía y bajaba.

El punto del arroz con la leche le salía siempre perfecto. Cremoso, sin grumos. Ni líquido ni seco. Con una textura exquisita. La medida de azúcar era la justa, dulce y sin empalagar. La canela, en rama. Las cáscaras de limón, como pequeñas culebras. Así le daba el aroma y el sabor característicos, y los nietos podíamos apartar los tropezones.

He pasado el resto de mi vida buscando ese sabor.

Cada vez que voy a un restaurante y veo ese plato en la carta de postres, decido arriesgarme, a sabiendas de que nunca voy a quedar satisfecha. Porque ninguno es el de ella.

Varias décadas después de su muerte, vestida aún de añoranza, un día, me decidí a intentar cocinarlo yo.

—Mamá, este arroz con leche está salado —dijo mi hijo.

—Puaffff, ¡esto no se puede comer! —refunfuñó mi marido. —¿Le pusiste sal en vez de azúcar?

Yo no podía imaginar que las lágrimas fueran tan saladas como el agua del mar.

Así que cuando quiero arroz con leche de mi abuela Nina, lo evoco en mi imaginación. La visualizo a ella dando vueltas a una gran cuchara en el caldero, sin parar. Percibo ese olor del cocinado que impregnaba toda la casa. Ese aroma dulzón de hogar amable, de abrazos y risas. Ya volcado en los cuencos, tantos como almas íbamos por allí a alimentarnos el corazón, me parece verlo sobre la mesa, esperando al refrigerador. Entonces, lo siento en mi paladar. Salivo. Oigo pequeños toques en la puerta de la calle. Es Miki, su perro aventurero. Cuando se cansa de explorar, regresa a casa, personificado, tocando con la patita. Vuelvo a sentir también las manos gruesas de abuela que acarician mis mejillas. Una vez más. Pero es solo una ensoñación.

Echo de menos ese arroz con leche. El mío sigue quedando salado.

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