A quien más, sino a mi madre
Tengo que aclarar antes de comenzar a escribir la receta, que no ha habido en mi vida algo que pueda evocar mi infancia, solo el olor a vainilla y estas empanadas.
Este escrito es añejo, recuerdo cuando escribía un pequeño diccionario para entender la sobremesa de la familia Garza, una familia extensa y unida, la de mi madre.
Ella me dicto los ingredientes por teléfono y también yo añadí la forma de escribir con la que suelo expresarme.
También quiero decir que vivo en México, donde la comida es diversa y deliciosa. Muy variada, pero dentro de México yo provengo de Reynosa, una ciudad que es frontera con Estados Unidos y por ende la comida no es la típica mexicana, es más austera.
Mi madre se preparaba con tiempo para hacer las empanadas y decía que tenía que ser una tarde de frío; la primera del invierno o del otoño.
La calabaza, grande, que espera desde no sé cuándo la llegada del primer Norte, es cortada en trozos, lo suficientemente pequeños para ser colocados en un cazo y ser cocidos con pura agua.
Cuando la calabaza está cocida y fría como la tarde, se saca del cazo y en un lienzo limpio se exprime hasta quedar el bagazo seco.
En una sartén se pone piloncillo, canela y la cajeta de la calabaza (así se le llama al bagazo seco) y se calienta hasta que el relleno esté totalmente seco y se forme una cajeta.
Para hacer la masa de las empanadas necesitas amasar medio kilo de manteca vegetal, con un cuarto de kilo de azúcar y un poco de agua caliente, a esta mezcla se le va agregando harina, poco a poco, hasta completar un kilo y dos cucharaditas de rexal, al mismo tiempo que agua caliente, hasta formar una mezcla homogénea y manejable.
La harina se extiende con un palote hasta obtener el tamaño deseado y se rellenan con la cajeta. Se hace la forma de empanada, y la orilla se une con el repulgo. El repulgo es torcer graciosamente la orilla de la empanada. En el centro se agujera la empanada con un tenedor.
Se hornean a 300 grados hasta que tomen el color dorado, característica de la empanada que hablo.
Para esto, el horno ya calentó el hogar, y el aroma invadió cada rincón de la casa. Y de las paredes difuminadas por la esencia de tantos, las sombras de la nostalgia y del recuerdo van tomando forma y se van sentando uno a uno en la mesa, viendo cómo los “vivos” comemos y comemos.
Hoy mi madre ya no está.
Me da miedo que todo se pierda con el tiempo, haré lo posible por tener esa calabaza en espera del primer Norte y hornearlas para que el aroma impregne mi casa y por fin huela a hogar, a otoño y disperse virus y olvidemos encierros.
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