¡Mm, qué merendilla!

¡Mm, qué merendilla!

Chocolate negro, bollos de mosto, sopan vino o arrope de calabaza. ¡Meriendas a cual más rica! Aún recuerdo más sabrosos bocados de las tardes de mi infancia. No eran solamente sabores sino afectos, ahora tengo conciencia plena. Se imbricaban tres generaciones, mi abuela las elaboraba, mi madre las repartía y yo las paladeaba con mis hermanos.

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– ¿Cuándo viene el Economato, mamá? No queda chocolate Los muñecos.

Una onza negra, dura, rectangular, ligeramente curva en su parte noble como los coches cama del correo nocturno, metida dentro de un buen trozo de pan.

– ¡Qué suerte tenemos de poder comprar en el tren!

– La abuelita tiene la cartilla ferroviaria. El abuelo era médico de RENFE. Iba a las casillas de los peones camineros cuando alguien se ponía malo.

– ¡Qué historias increíbles! Parece una película del Oeste. Dame otra onza de ese chocolate que huele tan bien.

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En la alacena estaban todos los tesoros. Había que poner una silla encima de otra para llegar al estante. Mi hermano sujetaba la de abajo mientras yo me encaramaba en la de arriba y metía la mano en la olla grande redonda de porcelana. Según quedaba menos me costaba más esfuerzo conseguir una tajada de esa calabaza pegajosa de color oscuro con la que nos íbamos a dar un gran festín en plena hora de la siesta. Arrope de los dioses del olimpo. No podíamos esperar a la hora de la merienda.

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Después de la vendimia aparecía un gran cesto de cuerda en la despensa que olía a panadería y a uva, cubierto por un paño con rayas azules.

– No levantéis el paño. Hay que dejarlos reposar unos días.

Calentitos, recién llegados del horno. ¿Cómo íbamos a esperar? Redondos con brillantitos dulces incrustados en la superficie como puestos allí por joyero artesano. Al morder se te llenaba toda la cara de azúcar sin remedio y aparecía el color entre rosado y violáceo del mosto del año. Aún los siguen haciendo en las panaderías de mi pueblo. El sabor me trae el recuerdo del horno, como si fuera ayer.

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Y para rematar el sopan vino. El pan debía estar asentado, sobre él un chorreoncillo de vino tinto dándole ese ligero color rosado, encima azúcar espolvoreada y ¡te chupabas los dedos! Yo no recuerdo ponerme contenta; pero supongo que sí, me pondría. Nadie dijo en aquellos momentos que los niños no pudiéramos probar el vino. Incluso el médico te daba Quina Santa Catalina si estabas desganada.

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Ya las meriendas no son lo que eran… y es que nada puede igualar los sabores de la infancia, transmitidos de generación en generación a través del laboratorio mágico de la cocina. Olores, colores, sabores y sonidos ligados al lugar más sagrado de la casa de mi abuela con el horno, cual pebetero olímpico, siempre encendido.

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