«…EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, DÁNOSLE HOY…»

«…EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, DÁNOSLE HOY…»

El muchacho se movía entre las vacas con ligereza, enhebrando unos pasos de baile, al hilo de la música ambiental, que siempre hacían mugir a las sorprendidas estabuladas.

«Será que les gusto», se dijo el joven vaquero sonriendo mientras repartía pienso a diestro y siniestro llamando a cada una de las vacas, a voz en grito, por su nombre  y piropeándolas con sonoros epítetos. 

El profundo olor del suelo se mezclaba con el de la pación fresca que deglutían las rumiantes con avidez. Había quien aseguraba que las bacterias pululantes en ese ambiente influían en la bondad del yogur elaborado con el fluído blanco de esas poderosas lecheras. Larga vida, predecían si, además del consumo de esos lácteos, se realizaban diariamente actividades higiénicas básicas tales como portear los recipientes de ordeñar bien repletos, subir y bajar las cuestas del pueblo y prados adyacentes, dormir bien y, con la suficiente frecuencia, copular con alegría… 

Hermes (así llamaban al rapaz) tuvo hambre. 

Dejó su tarea y se acercó a la cocina para otear qué se cocía por esos lares. 


Vio un mantel preparado con un plato de entrantes con verduras. El agüilla se deslizó entre sus mandíbulas. Insalivó con un suspiro. 

Preguntóse si habría pesca. 

El marisco era su perdición. Más de una vez se había aventurado a coger oricios a solas, con desigual fortuna. Nunca extrajo mayor rendimiento económico de una labor que, por escueta, finiquitaba en su banco de comidas y no en la rula del pueblo. 

Comoquiera que resultaba muy penosa la recolección del espinoso erizo de mar, las más de las veces se dedicaba a despejar de lapas las rocas fáciles y accesibles. Las cocinaba con una salsa picante que incluía un buen chorro de orujo. Aunque no tenía edad, de vez en cuando, daba un trago al cántaro del abuelo, como así llamaba pomposamente el viejo a una humilde cerámica de Sargadelos donde escondía sus licores de las meigas familiares que, decía, le controlaban en exceso… 


Hermes jamás se atrevió, sin embargo, a jugarse el pellejo arrancando percebes. Eso eran palabras mayores y era consciente del peligro que suponía estrellarse contra las agudas rocas batidas por gigantescas olas y de la posibilidad de visitar el calabozo de la Guardia Civil muy estricta con el contrabando de tabaco y con los furtivos nocturnos. 

«¿Qué cenaré hoy?» 

Como una sombra se deslizó en la fresca alacena que, en aquel pazo, era una verdadera habitación oscura repleta de aromas y,  a veces, débilmente iluminada por las luces producto de los lomos fosforescentes del bacalao recién pescado. 

Miró alrededor.

Una botella polvorienta llamó su atención. Parecía de colección pues su fecha se acercaba a los años posteriores a la Revolución Francesa. Recordó al instante el episodio de Torres Vedras, no tanto por el hecho histórico en sí sino por los zurriagazos recibidos por no aprendérselo a tiempo.

Se zambulló en ese espacio umbroso y místico abriendo odres y aprovisionándose de olores que luego recordaría, mordisqueando su habitual mendrugo de pan duro… 





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