Lo respetaban, incluso en los poblados colindantes. Era venerado gracias a las curaciones que hacía. Se limpiaba la mugre a conciencia, se afeitaba los sobacos y la cabeza, se cambiaba todos los días de taparrabo. Cuando le preguntaban por qué lo hacía, contestaba que sin la limpieza no le funcionaban los sentidos. Daba extensas explicaciones de cómo percibía los aromas y los colores, pero sus oyentes jamás entendían nada, por eso Ob dejó de darle importancia a la curiosidad ajena.
Lo llamaron con urgencia para sanar a un joven que había contraído un mal extraño. Era mediodía, Ob entró en la cabaña y en el umbral de la puerta dejó que lo arrollara el tufillo que despedía el pobre cazador. “Veo cintas ondeantes de colores fuego, azuladas y naranja pardo. El aire huele a sangre de cristal, áspera como la escarcha y fría como el musgo”. Comenzó a frotar la piel húmeda del cadavérico joven. Entonó su cántico y empezó a lamer el aire. Entonces se inició la adivinación. En cada lengüetazo se llevaba una proporción etérea que saboreaba con paciencia y la guardaba en su cabeza. “Hiel felpuda, ponzoña frágil, rapaces patas, ojos de escama”.
Permaneció hincado hasta que su memoria organoléptica quedó saciada. Salió ya entrada la noche y se fue por la orilla del río en dirección de la montaña. Recogió hierbas que acariciaba con la nariz y mascaba con los párpados. Hizo una mezcla y la molió con unas piedras, cogió unas hojas de cactus y envolvió la masa esmeralda. Se fue a preparar una pócima.
Hizo una hoguera, puso a hervir agua de lluvia y metió las hojas. Condensó el vapor con una obsidiana verdosa y cóncava. Decantó gota a gota el remedio. Cogió una calabaza hueca con el líquido y la cubrió con una tela de lino. Rezó y licuó a fuerza de meditar a las ánimas del bosque para que liberaran de su lucha al joven guerrero que se debatía entre la vida y la muerte. Tomó con las dos manos la vasija y descendió hasta la choza.
Amanecía y los parientes del joven permanecían en oración. Sin levantar la vista oyeron el polvoriento andar de Ob. Se cerró la puerta y la clemencia ensordecedora atontó a los somnolientos. Algunos cayeron en picado sobre la tierra clavando su frente y nariz.
Ob levantó la cabeza del guerrero con su mano huesuda. Le puso en los labios el borde de la calabaza y comenzó darle instrucciones: “Déjate llevar muchacho por las animas del más allá. No te opongas, tu hora está lejos. Ahora pisa el oscuro vacío. No caerás. Sostén la mirada al frente y veras al búho que te mostrará la salida”.
Los ojos del joven se desorbitaron, tragó el líquido como si fuera lumbre. Exudó vapor agrio. Se puso al rojo vivo y aulló, pero no llenó el espacio de alarma. Se levantaron juntos y salieron apoyados de los hombros y caminaron por el riachuelo de lágrimas de los espectadores.
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