La segunda comunión

La segunda comunión

Nora Pérez

06/11/2017

Encuentro fascinación por los trajes de ceremonias, aquellas prendas que determinan la naturaleza del evento y convierte a quien lo porta en un protagonista. De adolescente escudriñe los armarios y baúles de mi familia y en uno de ellos encontré la fotografía de la primera comunión de mis tíos. Tomé la foto para mí y la guardé entre mis cuadernos. De vez en cuando, examinaba detenidamente los detalles del vestido que llevaba mi tía; era de encaje y me parecía sentir su relieve en mis manos. Admiraba el conjunto armonioso de accesorios: el pequeño bolso que pende de su brazo, la vela y el libro sostenido por sus manos enguantadas, la corona de perlas sobre su cabeza y el velo bordado en sus puntas que le enmarcan el rostro. Agudizaba mi mirada buscando algún fragmento que me permitiera descubrir la forma de sus zapatos totalmente cubiertos por la falda.

Una tarde, fije mi atención en el rostro de mi tía, y me pareció que lucía seria, con los labios fruncidos, la mirada severa, percibía que iba a romper a llorar. Podía ver a través de sus mejillas las mandíbulas apretadas. La corona sobre su cabeza estaba inclinada, en pendiente, a punto de caer. Parecía colocada al descuido, sin haberse detenido a mirarse al espejo. La imagen de mi tía desvaneció el entorno de esa fotografía y se convirtió en el centro de mi curiosidad. La veía ensimismada, impasible, su rostro distaba mucho de reflejar la contemplación o embeleso propio de ese evento.

Entre charlas, café y otras reuniones con familiares y allegados pude reconstruir los hechos singulares de ese festejo. Mi tía había iniciado a edad temprana sus estudios de catecismo. Acontecimientos como el traslado de trabajo de su padre y luego la mudanza familiar a otra ciudad; fueron circunstancias que influyeron para que se suspendiera en dos oportunidades la celebración de la primera comunión. En la parroquia del pueblo donde se asentó la familia, mi tía junto a mi tío fueron rechazados para la ceremonia más próxima por no haber acumulado las horas de estudios reglamentarias. A pesar de haber aprobado suficientemente el examen de rigor y tener listos sus atuendos.

Con desgano reiniciaron los estudios preparatorios para la comunión. Mi tía había descosido el libro de catecismo de tanto trajinar con él. Recitaba de memoria las oraciones y toda suerte de virtudes y pecados, así como los rezos y vida de los santos. En esos días, fue descubierta por la lavandera cuando recitaba la oración del Padre Nuestro intercalando la letra p, Papa nuepestropo quepe estapas enpetrepes nuepestropos ciepelolopos; e inmediatamente su madre fue puesta al tanto. Mi tía fue reprimida severamente con castigo de rodillas y le fue anunciada toda la suerte de castigos que Dios le proporcionaría de transigir las reglas de la casa, la iglesia o el irrespeto por la palabra de Dios. Ciertamente iría directamente al infierno, o se abriría la tierra para tragársela, o un rayo fulminante le caería achicharrándola de inmediato. Mi tía acepto su castigo en silencio con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Semanas después, en la escuela se realizó una celebración religiosa que culminaría con una misa, razón por la cual se instó a todos los niños a confesarse y comulgar. El sacerdote se trasladó con su confesionario, el sacristán y el monaguillo; se preparó el salón de confesión y el altar para celebrar La Santa Misa. Las maestras ordenaron los niños en fila para acudir al confesionario y mi tía se enfiló, obligando a mi tío a que también lo hiciera. Después de una larga mañana de confesiones, en la tarde se celebró la misa. Al momento de la comunión, los niños se levantaban consecutivamente formando una hilera para recibir el sacramento; llegado su turno mi tío permaneció sentado. Mi tía se puso de pie y recibió la eucaristía, se devolvió a su asiento y se arrodilló, cerró fuertemente sus ojos, se cubrió el rostro con las manos y esperó entumecida y resignada que Dios le propinara su castigo. Después de todo era imposible vivir sin hacer molestar a Dios por cualquier cosa.

Mi tía sintió que su cuerpo se sacudía, abrió los ojos y atónita vio a su maestra, quien anunciaba que la misa estaba terminando y debía ponerse de pie. Ella estaba desconcertada. Dios no se había revelado en su furia, eso era inaudito. Nadie había notado que había pecado. Era como si hubiese soplado un viento fuerte que sacudía su entorno, removía el polvo y esparcía las hojas secas. Ella vio cómo se alejaba un torbellino de miedos y de pronto todo estaba en silencio en su interior. Corrió a su casa, entró de prisa y anunció a los presentes, que acababa de comulgar y Dios nada había hecho. Su madre, y sus tías quedaron pasmadas, le hincaron un pellizco, fue castigada de rodillas y sermoneada para abrirle el entendimiento sobre la gravedad de lo hecho. Se habló con el párroco y se adelantó la ceremonia de comunión, pero mi tía había cambiado para siempre. En ella había cesado el terror irracional por las reprimendas de Dios, pero se generó molestia e indiferencia por los sermones familiares. Ella no entendía tanto alboroto por algo que Dios no había tomado en cuenta.

Pasado algunos años coincidí con mi tía en una fiesta, la observé sonreír mientras compartía sus graciosas anécdotas con los invitados. Era vivaz y tierna, parecía que el viento soplaba dulcemente a su alrededor. Me le acerque, quise indagar en los recuerdos de su comunión, pero solo atine a preguntarle por los zapatos que llevaba ese día. Me dijo que eran preciosos con hebillas doradas y los usó hasta desgastarlo. Ante su presencia advertí que era impredecible e independiente. Mientras se alejaba para departir con otros asistentes, percibí que aún llevaba puesto su hermoso vestido de primera comunión.

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