Ahí estamos. Papá, mamá, los cinco hermanos y Kim, uno de los dos perros. Falta el otro, Cartucho, que había muerto atropellado. Ahí estamos los niños que fuimos, esos que miran sonrientes al espectador desde el otro lado del tiempo. Éramos pequeños y todavía inocentes. Asomados a la ventana papá y mamá también sonreían al vernos pasar junto a una zambomba gigante. Uno cabalgándola, y otros flanqueando, tirando y empujando. Al lado Kim, con escopeta al hombro y tocando la pandereta. Era un perro de caza, como también lo fue Cartucho, pero papá trabajaba tanto y salía tan poco, que los perros sufrían en sus patas la falta de ejercício y mamá les hizo unas botitas para protegerlos en el campo. Tan minuciosa ella, encargada del atrezo, y se le olvidaron las botas. Descalzo va Kim, saltando mientras toca la pandereta.

Es Navidad y ahí estamos, felicitando las fiestas de un año de aquella década de los sesenta. Mamá y papá eran un equipo. Él hizo las fotos de las cabezas, y ella nos dibujó los cuerpos alrededor de la gran zambomba. Magia surgida del cuarto escuro en el que nuestro padre trasegaba con líquidos y cubetas. Alquimia de un tiempo de inocencia.

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