Lluvia de triste presagio

Lluvia de triste presagio

Desde hace mucho tiempo no llueve. A través de la ventana castigada de gotas que golpean y caen, puedo ver en el jardín las bocas sedientas de los malvones. Me entretuve por un rato haciendo carreras de gotas en el vidrio, facilitándoles adquirir velocidad haciendo surcos con mi dedo. Hace tiempo que no me sentaba a mirar por la ventana y había olvidado que existían malvones en el jardín.

A la abuela le hubiera gustado estar mirando a través de esta ventana, y deleitarse con sus tan preciados malvones que nunca, a pesar de su partida, se secaron, ni se helaron en invierno. En cambio, los gladiolos no pudieron resistir la sequía del año, y dejaron sus huellas; unas lánguidas ramas desvaneciéndose, sin color, debajo de la tapia del fondo del patio.

Aún sigue amarrada y colgando del árbol, la vieja cuerda que sostuvo la hamaca que cuando niña supo entretenerme en vacaciones. Fueron incontables las veces que caí de allí, a razón de que mi hermano nunca tuviera el suficiente cuidado al hamacarme. Me quedaron pequeñas cicatrices, sobre todo en las rodillas, como recuerdo imborrable de aquellos años de infancia.

Sobre el marco de la ventana las burbujas daban el presagio de que la lluvia tardaría en irse. Y como era de esperar, el patio iba tomando forma de pequeña laguna. El desagüe hacia la calle, inventado por papá, nunca funcionó – como todo lo que intentaba hacer él en nuestra casa -. Los canteros rebalsaron, formándose pequeñas cascadas, y las macetas vacías de mamá se lanzaron a navegar por la pequeña laguna.

Mi abuela solía decir que llueve porque Dios estaba llorando y sus lágrimas caían desde el cielo para limpiar nuestros pecados. Pero lo que me llamaba la atención era que cuando llueve mi madre se ponía triste, como si la lluvia agolpara sobre su pecho y le hiciera llorar al unísono de las gotas que caían. Cada vez que llovía, ella se sentaba en el sillón grande de la sala, el de cuero marrón desgastado, y hacía que leía un libro, “Lo que el viento se llevó”. Pero su mirada no seguía el texto, parecía perderse en un montón de palabras amontonadas en una sola oración, y por un largo tiempo, no había vuelta de página. Y no era útil preguntarle de qué se trataba la novela, porque a pesar de haberla visto en cine, siempre contestaba: – “No sé, aún no terminé de leerla”. A ese ritmo nunca iba a llegar al final.

Son estas lluvias de verano las que me recuerdan una anécdota que mi madre solía relatar, una historia que nunca logramos comprobar. Cuando ella tenía seis años y vivía en el campo, una tarde había llovido sapos, sapos pequeños y muchos de ellos empapelaban el techo del gallinero, otros se daban permiso para caer por la chimenea de la estufa hogar. Lo extraordinario, es que no morían por el impacto, sino que al llegar a tierra, salían saltando como si nada, como si hubieran cumplido el destino de su viaje, de su alto viaje.

Desde aquel día en que llovieron sapos, su abuelo le había enseñado una copla criolla; “He visto volar los sapos por arriba de los talas, los bueyes abrían la boca de verlo volar sin alas”. Copla que ella repetía, cada vez que el cielo anunciaba lluvia, como método mágico para que solo cayeran gotas de agua.

¿Por qué Dios hubiera cambiado lágrimas por sapitos? ¿Habrá alguna relación con la magnitud de los pecados?

Todavía caen aisladas gotas, son las cuatro de la tarde y mamá ya debería haber despertado de su siesta. Se escuchaba su respiración agitada a través de la puerta entreabierta. Las cortinas atrapaban la poca luz del nublado día. Entré a la habitación sigilosamente para no sobresaltarla, y a mitad de camino, me topé con sus ojos abiertos, pero aún dormidos, y un bostezo frágil alertaba que su siesta aún no había concluido. Me sonrió, extendió sus brazos llamándome a su lado. Corrí hacia ella y besé su mejilla. Tenía mejor semblante que días anteriores. Le comenté que llovía, que el patio se había inundado, pero no pareció importarle demasiado, otras cosas sí le importaban, y mucho.

Los resultados de los últimos análisis no eran del todo alentadores, su sistema inmunológico estaba débil. El médico había recomendado reposo y la continuación de la dosis de medicamentos inyectables, al menos por período de un mes, hasta un nuevo control.

Le propuse como merienda una rica leche caliente y algunas masitas recién horneadas por la tía Luisa. Ella me acarició el pelo, y con un gesto me hizo saber que no le apetecía.

Había dejado de llover, pese a eso, no deseó que corriera las cortinas. Con escasa luz en la habitación, ella prefirió que pusiera su disco preferido; Roberto Vicario recitando sus poemas. Podía estar incontables horas escuchando esa voz, relatando historias de amor… “hace una larga angustia que te espero…”.

La dejé allí en su habitación, pensativa, algo triste, pero con mejor semblante que días anteriores.

En el comedor, mi tía Luisa miraba un programa de cocina internacional, muy concentrada en los ingredientes y tomando nota de la receta. Ella era como mi segunda mamá, al no haberse casado ni tenido hijos, se dedicaba exclusivamente a su familia, postergaba su vida personal para estar donde la necesitaran. Pero así como uno la puede observar, midiendo un metro ochenta centímetros, altanera, segura de sí misma, y con un carácter muy fuerte; mi tía era la persona más insegura y miedosa del mundo. Ante la menor situación complicada, ella se paralizaba y a gritos pedía socorro.

El chef francés había terminado su gran obra cuando mi tía pregunta si mamá se iba a levantar. Le contesté que no, moviendo la cabeza, y con el control remoto cambié de canal haciendo zapping.

Mi madre no volvió a levantarse, y al final de esa noche llovieron sapos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS