La primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella es elegante. No recuerdo haberla visto salir de su casa sin guantes; los tenía de todos tipos y colores, para manejar, para la tarde, para la noche y siempre eran italianos de dos pequeñas tiendas en Milán y Roma.

Por las mañanas se paseaba por su jardín en albornoz, no por eso menos estilosa, rodeada de sus perros que llegaron a ser cinco, con un mate o a falta de yerba una taza de té en la mano. Revisaba el trabajo del jardinero y plantaba sistemáticamente esquejes de geranio que siempre prendían. Los animales la seguían pacientemente sabiendo que al final del recorrido les tocaba el desayuno. Este ritual se repitió durante años, eran sus momentos, solo de ella. Después arrancaba su día con la multitud de ocupaciones y tareas que siempre se buscaba. La principal era cuidar de su amor de toda la vida. Viajaron juntos todo lo que se podía viajar y disfrutaban como dos chiquillos de los mejores sitios que podían encontrar. Ella lucía siempre impecable, con los guantes a juego y él se quejaba de tener que ponerse una chaqueta estando de vacaciones.

  • – ¿Por qué me dejaste comer tanto anoche? decía él a la mañana siguiente, sentados en una terraza en Paris, Roma o Madrid delante de un desayuno con croissants, después de la última incursión en la recomendación de la guía Michelin que él no perdía de vista.
  • – Te lo comiste tú, no yo, respondía ella y seguía untando la mantequilla sin inmutarse.
  • – Esta noche no me lleves a ningún sitio, cenaré un caldito en la habitación, concluía él invariablemente.

Ella se reía y no contestaba nada sabedora de que la amenaza del consomé no sobreviviría más allá de las 19:00 horas, justo a tiempo para reservar una mesa en ese pequeño restaurant que les había recomendado el conserje esa misma mañana.

Sus nietas recuerdan su momento gran chef, cuando les ponía un delantal, las subía a un taburete y les enseñaba a hacer ravioles y ñoquis. Doña Petrona, la Julia Child argentina, estaba celosa mirándola desde la estantería. Inclusive cocinando no perdía la compostura y jamás se sentó a la mesa sin antes retocar su peinado. Su calidez y la atención que prodigaba a sus invitados hacían de ella una excelente anfitriona.

Su capacidad de improvisación en la cocina era proverbial.

  • – Pero Chiquita, ¿qué le has puesto a este bizcocho?, está delicioso.
  • – Lo de siempre, contestaba tan tranquila.
  • – Pues está buenísimo, decía otra de sus amigas.
  • – Bueno, puede que sea la mayonesa, señalaba con cara de inocente.
  • – ¿Mayonesa?, decían todas sus invitadas al unísono.
  • – No tenía huevos así que dije: que más da que estén un poco procesados.
  • – ¡Apuntamos la receta! exclamaban ellas.

Entre sus ocupaciones estaba la de ayudar en una institución para madres solteras, lo siguió haciendo hasta que sus manos no fueron capaces de sostener más el peso de los bebés. Nunca quiso reconocimiento alguno por ello y casi no hablaba del tema. Cuando su edad y la enfermedad que se llevó su mente a otra parte no le permitieron hacerlo sola, una de sus nietas la acompañaba a la casa cuna. Parecía revivir cuando le acercaban un bebé.

Chiquita era bajita aunque lo compensaba con zapatos, siempre de diseño, con tacones imposiblemente altos. Caminaba sobre ellos recta como un soldado pero con la gracia de una bailarina. Se entregó a sus hijos casi tanto como a su marido y no dejó de velar por ellos hasta que su mente no se lo permitió más.

Hace unos meses Chiquita, mi madre, caminó por última vez: hacia el más allá. Estoy seguro que los guantes que llevaba puestos hacían juego con sus zapatos. Él la estará esperando sentado en una terraza con vista al cielo.

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