Entre lágrimas y cegada por la rabia te apuñalé en los ojos. Te corté la cabeza, los brazos y borré esa estúpida sonrisa de tu cara. Pero ni una gota de sangre se derramaba de nuestras fotos. Me detuve un instante para recuperar el aliento y sin fuerzas dejé caer al suelo las tijeras que, exhaustas, compusieron una pose de cadáver exquisito sobre el piso, abandonadas, abiertas, humeantes. Observé el corcho en la pared y el cuchillo clavado sobre tu rostro. Entonces sonreí. ¿Cómo podía ser tan sádica? Tu semblante sin ojos y picado por la viruela, merced a mis recientes envites, parecía hacerse la misma pregunta.

Respiré profundamente y traté de serenarme. Cerré los ojos y procuré dejar mi mente en blanco. Resultaba imposible, mis párpados entornados te devolvían a mí continuamente con tus sonrisas de suficiencia, que un día me ganaron y que hoy son la muestra más dolorosa de tu traición.

Aceptando que la meditación no funcionaba, procuré hallar refugio, una vez más, en la literatura. Abrí uno de mis libros de cabecera y el punto de lectura me devolvió a ti. Se trataba de una línea de fotomatón con cuatro fotografías nuestras haciendo el idiota, jugando. Sin proponérmelo, mi mente viajó hasta aquella cabina en el barrio romano de Trevi. Las cuatro imágenes nos definían. Yo buscándote en cada momento y tú dejando que te encontrara con fingida resistencia. Habíamos lanzado nuestras monedas a la fontana, a la eternidad nuestros deseos. En tres de las imágenes salgo besándote; la barbilla, el cuello, los labios; en la cuarta instantánea te mordí y el flash congeló tu sorpresa para siempre.

Si el poso de tu perfidia tampoco me permitía leer, tal vez la solución sería escribir nuestra historia. Sí, tal vez podía encontrar el consuelo denunciando ante la eternidad tus faltas, tus inconfesables defectos y desnudando la mentira en la que te habías cobijado.

Escribí sin descanso durante un tiempo sin conciencia; confundiendo los días y las noches en una vigilia creadora absolutamente fértil. Me sorprendía a cada momento de mi crudeza, mi lengua estaba afilada, mi pluma presta a materializar toda mi rabia. Me vacié sobre el papel, me desangré sobre el relato sin reparar en las consecuencias. No dejé nada en los armarios de la memoria y desempolvé cada una de nuestras vivencias, desde el gozo y la esperanza de los primeros días hasta el odio y la inquina que nacieron hace tan poco tiempo, inconcebibles en Roma.

Me entregué a la escritura sin reparar en mis sentidos. Me descubrí escribiendo de memoria, con las palabras escogidas desde la profundidad del alma, con la certeza de estar dando en la diana. Un sexto sentido ausente y eléctrico que palpita con cada trazo de mi voz sobre el papel.

Los remordimientos también me visitaron. Eran fantasmas ladinos que trataban de convencerme para que rompiera el manuscrito y perdonara tus ofensas. Me hicieron dudar de forma intermitente y en aquellos momentos buscaba el consejo y la inspiración observando el infinito de mis libros en la casa. Dejando vagar mi mirada sobre sus lomos, acariciándolos y abriéndolos de memoria en lugares comunes, recordando pasajes subrayados y encontrando significados pretéritos, presentes, eternos. Palabras compartidas entre todos los escritores del mundo y yo, humilde aprendiz de su oficio.

Durante el proceso creativo moría poco a poco con la muerte de cada uno de los personajes de mi relato. Mi familia, tu familia. Una cadena de entierros prematuros que fueron soltando los hilos que me sujetaban a este mundo. Aquí las lágrimas afloraron sin medida, inundando un paisaje yermo y devolviéndome de alguna forma a seres muy queridos. Dejando que cobraran cuerpo y forma bajo el precio de perder mi propia consistencia. En aquellos momentos observaba mi mano izquierda sujetando la pluma y mis ojos traspasaban la piel; sentía cada pulsión, cada latido del corazón, trasplantado en aquella Faber-Castell que un día me regalaste.

Con aquellos latidos regresé a nuestras chanzas y a nuestra intimidad. Al día en que entre susurros te confié que estaba bosquejando mi primera novela: un laberinto de pasiones, fanatismo religioso, terror y sangre. Tú recibiste el proyecto con júbilo, me animaste y durante meses, fuiste mi brújula en cada cruce de caminos y mi tabla de salvación cuando mi proyecto zozobraba y amenazaba con hundirse. Tenías cierta experiencia en el sector, pues tus dos primeras novelas habían tenido una buena acogida; “el futuro te pertenece”, decía tu editor; y tú me abrazabas por la espalda y le corregías: “Nos pertenece”.

Aquellos gestos eran ciertamente una rareza en ti, que a menudo eludías el contacto físico. Eras decididamente un misterio incluso para mí, que llegué a definirte como un iceberg por tu magnitud bajo el agua, pues solo descubres una pequeña parte de ti a quienes te rodean y guardas con celo todo lo que te pertenece. Rara vez expresas tus sentimientos de viva voz, pero yo; que leía todo lo que habías escrito, creía conocer lo que escondías bajo ese océano helado. Cuando pensaba en ti en estos términos me daba un poco de pena pensar en la gente que se quedaba en la superficie y corría a abrigarse lejos de ti.

Ahora el frío recorre todo mi cuerpo.

Yo, por mi parte, siempre me había movido en otras latitudes. Soy más tormenta tropical y aguacero y te adoraba por tu paciencia, porque eras paz con ese cigarro consumiéndose en tu boca y tu mirada callada posada en el techo de nuestra habitación. Nadie me entendía como tú y componíamos una extraña pareja. Recuerdo uno de nuestros viajes a París; un atardecer rojizo sobre los inmensos jardines de “Los inválidos”. Tú una vez más mirando aquella bóveda infinita y cubierta de estratos y cúmulos, procurando explicarme las diferencias entre las nubes. Yo bailando inagotable a tu alrededor, deteniéndome cerca de tu cabeza, para que pudieras observar mis piernas bajo la falda en aquel escorzo imposible. Recuerdo cómo acariciaste mis tobillos, consiguiendo que me hiciera un ovillo a tu lado, derrotada por las cosquillas. La risa brotaba en mí en explosiones de júbilo hasta que el aliento me abandonó y te supliqué para que parases. Entonces te alejaste un poco y me dejaste tomar aire. Cuando regresaste, apoyaste tu cabeza sobre mi hombro y recorriste con tu mano los lunares de mi pecho, trazando una constelación invisible para el mundo que se había convertido en un lugar común de nuestra intimidad, un refugio.

Y ahora, que inconscientemente me acaricio bajo el cuello en aquel camino recorrido de memoria, desearía borrar todo rastro de ti, incluso mi propio cuerpo. La derrota sería en ese caso total y aplastante, sin embargo mi intención es la de luchar, la de enfrentarte. No acepto tus disculpas, no puedo olvidar ni perdonar.

Siempre pensé que una infidelidad hubiera sido insoportable. Durante meses la barrunté por tu actitud atenta sobre mí a cada momento. Mi primera novela estaba a punto aunque tú te empeñabas en posponer la entrega en la editorial por “cuestiones de estilo”. El teléfono sonaba constantemente y siempre te adelantabas a mí pretextando que no querías distraerme del trabajo. Te encerrabas en tu despacho y hablabas durante horas. Viví varios meses inmersa en la mentira, ciega ante las señales hasta que tu felonía se materializó en forma de envío postal.

Llegó a nuestra casa una caja con las primeras veinte ediciones de mi novela, publicada sin mi consentimiento por tu editorial. Mi sorpresa fue mayúscula cuando bajo el título que tantas veces me propusiste encontré tu nombre y no el mío.

Eva Martina Navarro Puértolas.

Tras leer aquel nombre un millón de piezas encajaron y tú misma accionaste el engranaje de nuestro desenlace. Por mi mente se deslizaron mil venganzas poéticas y alguna que otra ciertamente más prosaica. Accedí al asesoramiento legal para tomar conciencia de mis opciones en un juicio en el que te acusaba de plagiar mi novela, pero los leguleyos me ofrecían una incertidumbre inaceptable, pues no contaba con ningún reconocimiento legal de derechos de autoría firmados y a todos los efectos tú eras la autora de mi novela.

Fue tras una de aquellas citas con mis abogados cuando descuarticé nuestras fotografías y apuñalé nuestros recuerdos. En aquel desorden de papel rasgado hilvané mi resarcimiento. Esta nueva aventura se ha escrito sola y dos meses después de poner negro sobre blanco la primera frase, mi editorial ya estaba preparando varias ediciones augurando el éxito. Una disputa así entre autoras -y examantes- les devolvía a aquel puñetazo entre nobeles latinoamericanos y aquella era la operación de marketing más ambiciosa y sencilla que podían manejar.

El día 23 de abril se publicaría coincidiendo intencionadamente con las celebraciones nacionales del día del libro. Sin embargo una semana antes hice llegar a tu piso de soltera un paquete con veinte ejemplares de la primera edición, envueltos en el confeti de nuestras fotografías destrozadas. Me cercioré de que recibías el envío, aguardando apostada en tu portal cuando entraba el mensajero.

Disfruto al evocar en mi imaginación tu cara de susto al leer la sinopsis y ver tu fotografía en la portada. Cierro los ojos y puedo verte leyendo con avidez las doscientas páginas de mi relato que tan bien conoces y me parece escuchar el murmullo de tus dientes, presos del bruxismo y de la rabia que te lleva a fruncir las mandíbulas. Estoy convencida de que no necesitarás más de tres horas para leer el libro y la señal me la dará tu llamada telefónica. Seguro que pretendes hablar conmigo, convencerme para que “detenga esta locura”.

Sentada ahora en la cafetería que hay frente al portal de tu piso de soltera, siento sobre el mármol de la mesa la vibración de tu llamada entrante y me parece escuchar tenue, muy tenue nuestra canción, que simultáneamente está sonando dentro de la caja, en tu piso, en otro móvil enterrado junto a los ejemplares del libro y “nuestros restos”. Edith Piaf canta con su voz desgarrada y desnuda que no, que no se arrepiente de nada y tú, de hito en hito te aproximas a la caja sin comprender. Tras cuarenta y cinco segundos acepto la llamada y la explosión deshace los cristales de media avenida.

El pánico cunde a mí alrededor y yo no puedo dejar de cantar: Non, je ne regrette rien, mientras mis tacones se alejan de ti calle abajo.

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