Pasaje uno.

Desde los pensamientos coloridos del autor inmortal, se formó una voz que alumbró sus pensamientos, de esa manera se enclareció su camino y sus ojos apuntaron al lugar correcto.

Cual camino de los impíos, este autor pasó por los sucesos más necesitados de voluntad, donde su propia suerte era vital, donde su corazón brilloso tenía que dar más de sí, donde lo que menos creía que servía de él, se terminó volviendo esencial para cumplir su camino. Porque él no era un impío, y pasó por ese camino, sufrió y se lamentó en la ida, pero siempre con la esperanza de llegar a su firmamento, donde podría descansar, donde podría cantar, donde podría ser de nuevo, donde estaría por siempre, alabándose y mostrándose fuerte ante los impíos.

Pero en su camino encontró ciertos nuevos sucesos, vio que los impíos tenían gracia divina, vio que no solo lo que tenían eran maleficios, sino paz y divinidad, color y lumbra, cantó ante ellos y les dijo: «Síganme» y le siguieron.

Pero en el camino tropezaron, se cayeron y murieron, muchos fallaron, pocos le siguieron el paso a la divinidad, y al final, cuando se encontró con la única impía que quedaba, esta también pereció, porque al final, impíos son, y la divinidad no la pueden alcanzar.

Lloró, no se encontró, lo oscuro dominaba en él, y cayó con los impíos, el ser puro, el divino, había caído.

Y en sus escombros siguió atormentándolo su llanto, fue su corazón quien mandó la tristeza a rebosar, su mano temblaba y su boca, de la misma manera, denotaban la tristeza profunda por la cual, el impío, empezó a sentir.

Su llanto se volvió en sangre, su torrente corazón dejó de dar de sí, sus ojos se cerraron, sus manos dejaron de temblar, y su mirada dejó de mirar.

El frío seguía subiendo por sus piernas, su color cambiaba y no podía recurrir a su conciencia, sus párpados apuntaban hacia los demás impíos en ese foso, vieron sus ojos a la impía, a la que siempre estuvo cerca de él, ya muerta y sin corazón, yacía en ese fondo, donde ya nadie siquiera, puede pedir perdón.

Se enclareció el lugar, una luz empezaba a bajar, una voz divina habló en su cabeza, diciendo: «No te rindas». El impío recuperó su corazón, se levantó de la más profunda penumbra, y la vio.

Su ángel había bajado, y estaba ahí para salvarlo, se encontró de la más grata manera y se arrodilló ante su cabello ardiente y sus inmaculados vestidos, porque amó tanto a su salvadora, que dejó de ser un impío, y junto con ella, se levantó, y la siguió, al camino donde la verdad florece todas las mañanas, y la perfección permanece durante todo el día, el sitio en el cual el amor que se creaba era perfecto, y la vida, permanecía de la misma manera, todo gracias al elemento que más nos asemeja a la perfección: la verdad. Por habernos iluminado con su hermosura y perfección, agradecemos con sutileza y redención, por darnos este mundo alegre y ponente, capaz de todo lo que se deseaba, capaz de todo lo absoluto que siempre será guiado por ti.

Pasaje dos.

De las voces que guiaron y enrojecieron el cielo del impío, saltaron y obnubilaron cantos de silencio y promiscuidad. Denotados por sabor de cientos de coléricos que no creían en lo recibido, fueron intensificados y derrochados por los lados de su firmamento. Estos caían.

Coloreados de sanidad y aprehendidos con tesón. Eliminados y resquebrajados por las divinidades: adjudicados a la mortalidad. Sensibles y mortales contuvieron el deseo de lo maléfico para redimir su ira; en lo más preciado de sus vastas almas y en sus corazones sin recibir, buscaron lo que más se asemejaría a lo llamado quietud. Pero de sus almas que contuvieron furor y aspiraciones a un gran desasosiego encontraron a los impíos: hacederos de control y colocados apetitosamente. Se les dio capacidad de volar en firmamentos inexplorados y se venció la mirada designada de los querubines. Poseyeron los límites de lo querido y preguntaron: «¿Quién te hirió?». Aconsejados y destinados a la tristeza aceptaron su falsa iluminación retando así al que por algún momento le llamaron «Dios». 

Caídos de fuerza y sonrientes salieron de su destino y se ocultaron con el nuevo defensor de sus palabras, obtuvieron licencia y obnubilaron las almas de los que llamaron amigos. Pactaron, prometieron, y así mismo cumplieron. ¡Pero qué ida había en ellos! Sentían necesidad de cumplir con algo que no debían solo por el hecho de que no podían vivir sin necesidad de cumplir. Consejeros fueron y brujos se hicieron. Gritos dieron y llantos otorgaron. Con vida pagaron nuevas muertes y con lanzas acabaron lo que con guerra paz se había conseguido.

Intentaron levantar un muro de vida, para así crear nuevas formas de la misma. Obligaron a redimirse ahí, comentaron y ultrajaron el verdadero significado de lo que realmente se les había compartido. Murieron y dejaron tras de sí vidas falsas y vacías. Vidas perennes a la mentira y falsedades. Vidas, que siendo vistas por el impío celeste, fueron aborrecidas de la existencia.

Tercer y último pasaje.

Fueron los últimos mensajeros de la vida quienes nos dieron el significado de la misma, porque al dar la solución la complejidad pierde la esencia. Porque al darnos la respuesta final se nos privó de lo que era nuestra incertidumbre, quejumbrosos los pensamientos y realidades que afrontaron los que no merecían. Fueron dados al eterno llanto, a la eterna vibra que llenó todo el vacío en un instante. En cambio de la vida dieron muertes. En cambio de la verdad dieron vidas. En cambio de más mentiras, solo dieron una verdad.

Porque en el fondo de sus corazones solo había enojo y pasión corpórea. Que era preciados por los impíos y aborrecidos por los vigilantes. Peleados por los grandes e indiscutidos por los sabios. Dados a los vivos para guiarles en sus muertes, optados por los necios para saborizar sangre. Vendados por la mentira para esconder una verdad. Tentaron a los equivocados y dieron a los dichosos de necedad. Contuvieron al impío celeste y lo torturaron en la bóveda final. Los vigilantes la enviaron para su salvación y este feliz lo recibió. Observó la verdad y la contempló junto a lo que no podría contemplarse en vida. Pasó por todas las formas de existir y dio señal de lo que no se puede pensar, ya que solo viviendo se piensa. Hubo en él cosas que ni diciendo «cosas» podrían describirse. Porque al ser elegido su manto lo limpió, y al ser de nuevo sacro tornábase él dulce, irremediable por su inmensurable perfección, que al ser de nuevo elegido, pudo de nuevo gritar: «¡Perdón!».

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