Almorox o donde caben mis huesos

Almorox o donde caben mis huesos

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15/10/2017

Mi nombre es Daniela y hace mil años ya era «rizo de alegría en el aire».

O eso me contó papá el día que me enseñó a trepar por una de las ramas de mi árbol.


Marzo 2014:

Apenas apuntaba a embrión de un mes cuando aquel hematoma vino a comerme.

Pude seguir latiendo mientras mis padres se quedaban tan quietos y esperaban juntos.


Febrero 2014:

El biólogo hizo lo que pudo con lo que papá echó en el frasco. Menos mal que los doce círculos de mamá eran redondos, gordos, pluscuamperfectos.

Solo cinco resistimos la unión.

Algo salió mal con mamá y nos llevaron a un lugar muy frío. De camino perdimos a dos.

Cuando volvieron para derretirnos el tercero no estaba: ya valía de penurias con tan poca vida.

El ultimo sí me acompañó de vuelta con mamá, pero no tardó en rendirse y dejarme sola.

Al fin y al cabo ellos no habían sido rizos de alegría en el aire.


Marzo 2013:

Aunque salieran de la clínica con la boca llena de no pasa nada, estaban asustados.

Viajaremos mucho.

Abriremos una botella para celebrar.

Y nos acostaremos, ahora porque sí.

Porque nos tenemos y viajaremos mucho.

Nos haremos viejos y viajaremos mucho.


Agosto 2006:

Papá iba tarde a la comida familiar.

Cuando llegó a Almorox tiró el coche en la plazuela. Por el remolino de extraños abrazándose en la puerta, supo que en la casa había un muerto. O su padre o su madre o su hermano. O su abuela Magdalena.

Todos mirándolo tan serios, y él corriendo con la náusea horrible de que por favor su abuela.


Marzo 2006:

En cambio, el bisabuelo se marchó sin sorpresas. Había dejado dicho que exhumaran a su hijo Eduardo y los reunieran en el mismo nicho, a la espera de «la Magdalena».

A papá le impresionó ver los juguetes que sacaron de la tumba del tío Eduardo. Hasta entonces no había sido capaz de imaginarlo como alguien que alguna vez estuviera vivo.

A Magdalena se le hicieron largas las noches de esos meses que sobrevivió al marido. En su habitación se encendían y apagaban las luces, y Manolo hablaba dentro de su oído.


Diciembre 2005:

El primer día de trabajo, papá le recordó a mamá que en la universidad ella le había vendido una camiseta para un viaje. Ella no se acordaba. Sonreía y asentía mucho, pero ni idea.

Esa misma semana el helicóptero que llevaba al abuelo Esteban se cayó al suelo. Él salió por la ventana, arañado y moviendo el rabito, como un gato que vuelve de una noche de fiesta.


Septiembre 1997:

Aunque no le hace gracia volar ni le gustan los aviones, al final papá se decidió por la misma carrera para la que había nacido mamá.

Menos mal.


Julio 1990:

A papá se le fue el verano de sus nueve años en el pueblo con sus abuelos.

El día diecinueve pasó miedo. Se llamaba Eduardo, estaba en Almorox, y era el día que sus huesos le indicaban.

Sin embargo cenó sus salchichas y las que sobraron a su abuelo, vio un concurso en la televisión y se fue temprano a la cama.

Allí tumbado esperó mirando la lámpara de araña del techo, se lamentó de aún no haber besado a una chica, y se quedó dormido.


Agosto 1975:

La abuela Conchi veraneaba en Villa del Prado. Esa noche se ajustó aquellos vaqueros tan ceñidos para ir a las fiestas del otro pueblo. Sus amigas le habían prevenido tanto de aquel chico que no era de fiar, pero en Almorox ciertas noches suceden cosas extrañas.

Según papá lo concebirían más tarde, en Florencia, con una luna de esas que no te caben en los ojos, y que las acrobacias, de haberlas, serían armoniosas, tan suaves como una brisa de verano.

Pero yo no sé.


Abril 1968:

La mujer de negro de mirada negra es mi bisabuela Magdalena. Tuvo cinco hijos.

Eduardo era el mayor, y en la foto es el hueco que respira en el trozo blanco encima de su cabeza.


Junio 1962:

Esteban llegó a Madrid asustado, de la mano de una madre decidida a que sus otros hijos estudiasen. Costara lo que costara.

Tenía once años y hacía cuatro que no era un niño. El examen fue bien y quedó interno.

Al poco tiempo sus padres vendieron la última nueva máquina que quedaba.


Julio 1958:

El día diecinueve Esteban y Eduardo se pelearon por una sandía o un melón o porque eran niños y hermanos.

Manuel los riñó, envió a Esteban con su madre, y al mayor a echarle una mano con la nueva máquina que habían comprado para el campo.

Es fácil imaginar que de nada me hubiera valido ser rizo en el aire si él hubiera decidido al revés.


Abril 1948:

Viajaron a Barcelona de recién casados. Sentados en un banco del parque Güell, Manolo y Magdalena hablaban de hacer las cosas de otro modo: venderían tierras para invertir en las modernas máquinas para el campo.

Tendrían muchos hijos varones que les ayudarían a construir aquel futuro.


Enero 1947:

Manuel detuvo el caballo en el cruce. Si la moneda salía cruz iría a casa de Amelia, hija de don Jacinto. Si cara, a casa del tío Álvaro, el maestro, donde esperaba la Magdalena.

Lo que nunca contó es cuántas veces lanzó la moneda al aire.


Septiembre 1917:

Acababa el verano y llovía a cántaros. Antolín y Serapia se pararon a descansar cerca de la ermita de Almorox. Las vistas eran preciosas, y al hombre le entró un estremecimiento raro en los huesos, como si los huesos quisieran decirle algo.

Habían encontrado una cueva donde guarecerse y pasar la noche. Antolín susurró a Serapia que allí tendrían tierras y muchos hijos.
Ella miraba su breve hatillo y pensaba que lo quería.

Lo creía
loco, pero lo quería.

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