No sé si lo que te estoy por contar ahora es tan impresionante como yo creo que es. Es más, es probable que ya hayas escuchado alguna anécdota similar, o incluso que te haya pasado algo parecido. Desconozco si es un fenómeno tan poco usual, como ganarse millones en la lotería y poder dedicarse el resto de la vida a rascarse las bolas, o si corresponde a una de esas cosas que solo pocas personas han vivido en la historia de la humanidad, o si es algo que pasa a menudo y solo un pelotudo de importancia como yo podría conmocionarse ante tal situación. No lo sé, y poco me interesa. Lo único que me importa ahora es relatar mi historia con el mayor grado de exactitud posible, ya que, si uno no se concentra, la memoria empieza a fallar, agregando cosas que no estaban y omitiendo otras que, si bien no imprescindibles, enriquecen la historia. Así que callate un rato y dejame concentrarme.

Esto que te cuento pasó hace varios años, trece, para ser exactos. Yo tenía 27 en ese entonces, y hacía poco que estaba laburando de repartidor para una pizzería medio pelo. Era un trabajo bastante de mierda, pero la verdad es que no resultaba tan demandante y la paga no estaba mal, además de que siempre recibía algo extra por las propinas. A fin de cuentas, trabajo es trabajo, y yo no estaba en una posición tan acomodada como para darme el lujo de ser selectivo.

Mis jornadas laborales, que iban de las 7 de la tarde hasta la 1 de la mañana generalmente, casi siempre resultaban muy tranquilas. Como dije, era una pizzería medio pelo, no tenían mucha clientela, y eran muchos menos los pedidos de delivery. Siempre sospeche que algo más se escondía en aquella pocilga, que era imposible que se mantuviera en pie, pagando alquileres y empleados, con tan poca actividad, con tan pocas ventas. “Estos venden falopa”, atina uno a pensar siempre. Pero ese no es el punto de la historia.

Una noche de aquellas en las que el sopor se apoderaba de mi a causa del hastío por la nula actividad, me encontraba mirando un viejo televisor que había en la sucia cocina de la pizzería mientras me fumaba un cigarrillo. El ambiente rozaba lo surrealista, pero luego de un par de meses de haber pasado largas horas metido en aquel tugurio me había acostumbrado, y había perdido esa sensación de encontrarme en un lugar maldito. Escuché el teléfono sonar. Al minuto, entra Chelo, el dueño de la pizzería, a avisarme que había un pedido. Una doble de mozzarella. Miguelito, el cocinero, prepara la pizza, la mete en una caja, y la caja en una bolsa, y me la entrega. Le aviso a Chelo que voy saliendo, me da un papelito con la dirección y me dice que no tarde mucho, por si llegaba otro pedido. Era optimista Chelo.

La noche estaba hermosa. No corría ni una gota de aire, pero el ambiente no estaba pesado, ideal para caminar. El edificio al que tenía que llevar el pedido estaba a 8 cuadras, ni muy cerca ni muy lejos, así que decidí ir caminando. Podría haber ido en mi motito, sí, pero la verdad es que no estaba para nada apurado y el ejercicio me iba a venir bien. Antes de llegar al edificio, en la misma cuadra, me frené en un kiosco para comprar unos chicles. Estaba tratando de dejar el cigarro y los chicles eran de gran ayuda. Me puse a mascar uno y fui hacia el edificio.

Una vez frente al portero del edificio, toqué el botón que correspondía al departamento “6B”, como el papelito que me dio Chelo indicaba. Rápidamente contesta una voz masculina y joven, de manera enérgica. “Ahí te abro, subí”. Algo en la cerradura de la puerta comenzó a zumbar, dándome aviso de que se había destrabado y podía pasar. Una vez dentro, encaré directamente hacia el ascensor. Podría haber usado las escaleras, pero consideré las 8 cuadras que caminé, y las próximas 8 que iba a caminar de vuelta a la pizzería, como suficiente ejercicio por el día. Entré al pequeño ascensor, presioné el botón “6” y aguardé.

Cuando toqué la puerta del departamento “6B”, no me contestaron con la misma velocidad que lo hicieron cuando toqué el portero. Habré estado unos 2 minutos aguardando frente a la puerta. Cuando finalmente se abrió, un muchacho joven, de unos 23 años, me pidió disculpas por la demora. Tomó la bolsa que contenía la caja con su pizza y me extendió el dinero, seguido de un “Quedate con el cambio” y una sonrisa. Se la devolví amablemente y me retiré.

De nuevo en la calle, comenzando a emprender el camino de vuelta a la pizzería, metí mi mano en uno de mis bolsillos en busca de otro chicle. El que tenía en la boca hace poco más de 10 minutos ya había perdido su sabor, y el simple mascar no me quitaba las ganas de fumar, necesitaba sentir ese rico sabor a menta. Pero cuando hurgué en mis bolsillos en busca del paquete de chicles, noté la ausencia de mi billetera. Empecé a inspeccionar con detenimiento todos los bolsillos de mi ropa, sin resultado alguno. Me empezó a correr sudor frio por la espina, propio de situaciones de ansiedad y nerviosismo. Intenté tranquilizarme y pensar dónde podría estar mi puta billetera. Rápidamente llegué a la conclusión de que debía estar en algún lugar de aquél edificio o en el camino hacia él, ya que mi último recuerdo de la billetera fue el de haber guardado ahí el dinero que aquél joven me dio.

Comencé a caminar hacia el edificio, mirando detenidamente hacia el suelo con la esperanza de divisar mi billetera. No me había alejado tanto del edificio, por lo que el recorrido fue corto. Nada. Subí las escaleras que daban hacia la puerta y el portero, y toqué el botón del departamento donde había entregado la pizza.

– ¿Hola? – respondió aquella voz que me sonó familiar, pero que indudablemente tenía algo distinto.

– Hola, ¿Cómo te va? Soy el repartidor de hace un ratito. Perdí mi billetera y creo que podría encontrarse en el edificio. – intenté sonar lo más simpático posible con tal de no levantar sospechas.

– ¿Repartidor de qué? Acá no recibimos nada. ¿Es una broma? – su voz se tornó grave y seria.

Yo pensé que me estaba tomando el pelo. ¿Cómo puede ser que no se acuerde de mí? ¡Acabo de salir de ahí! Ya estaba un poco hinchado los huevos de la situación así que hablé con más firmeza.

– Mirá pibe, no estoy para jodas. No sé si antes me atendiste vos, o tu hermano, u otro pibe, tampoco me importa. Necesito mi billetera y estoy seguro que está acá. Abrí la puerta, por favor.

    Se ve que un poco lo intimidé, porque segundos después, y sin decir nada, la puerta comenzó a zumbar como la última vez, dejándome entrar. Y es ahora cuando te digo, querido, que se fue todo a la mierda. Ya sé que va a sonar a disparate, pero por favor, creeme. Ni bien puse un pie dentro de aquel edificio, sabía que no era el mismo de antes. Y no, boludo, no estoy diciendo que me equivoqué de edificio, tan pelotudo no soy. Era el mismo, pero no era el mismo, te lo juro. Algo en el aire había cambiado, en la intensidad de los colores, en la forma de las paredes, algo.

    Lejos de ponerme a reflexionar sobre qué había cambiado en aquel lugar que hacía que lo perciba distinto, me mentalicé en encontrar mi billetera e irme a la mierda de ahí. Ya estaba cansado. Inspeccioné el piso de aquella pequeña portería (mal llamada portería, porque no había portero, pero me importa un bledo) sin mayores resultados, así que me subí al ascensor y me dirigí al sexto piso. Cuando llegué, me invadió la misma sensación que cuando entré al edificio, algo había cambiado, pero no podría explicar qué. Sin embargo, no le di importancia y me acerqué a la puerta del departamento donde dejé la pizza veinte minutos antes. Toqué tres veces la puerta de manera firme y aguardé. Y cuando finalmente se abrió, mi corazón dio un vuelco y me dejó pasmado.

    Frente a mí, parado y en silencio, estaba el mismo muchacho que me recibió la primera vez, pero con un cambio que habría sido imposible, para mí o para cualquiera, no notar. En el lugar donde deberían haber estado sus ojos, tenía dos espacios totalmente negros, de una oscuridad y profundidad indescriptibles. No estoy diciendo que tenía las cavidades vacías, lo que hubiese permitido ver hacia el interior de su cráneo, para nada. Lo que había dentro de sus cavidades era otra cosa, una especie de masa densa y amorfa, más negra que cualquier otra cosa que haya visto en mi vida. No podía hablar ni moverme, estaba absorto, casi hipnotizado por aquellos ojos, por llamarlos de alguna manera. Y de repente, comencé a sentirme terriblemente mal, como si todo el peso del universo hubiese caído sobre mí. Jamás sentí tal desazón. Estaba tan triste que solo pensaba en morirme y dejar de sufrir. Eran esos ojos. Mirarlos me estaban succionando la vida.

    No sé de dónde saqué la fuerza para desviar la mirada. Al hacerlo, me sentí inmediatamente mejor. Decidí que debía salir de ahí cuanto antes, y así lo hice. No había tiempo para esperar el ascensor. Empecé a bajar las escaleras corriendo, mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a estallar. En ningún momento me volví para mirar hacia atrás. Estaba seguro que, de hacerlo, estaba perdido. Cuando finalmente salí del edificio, no pude frenar por el miedo y corrí dos cuadras más. Una vez me frené, me di cuenta que quería llorar, pero no podía.

    Cuando llegué a la pizzería, Chelo y Miguelito estaban en la cocina jugando a las cartas. Apenas me vieron se dieron cuenta que algo había pasado. “Tenés una cara de muerto terrible, pibe”, me dijo el Chelo. Y era verdad. Fui al baño a lavarme la cara y pude verme en el espejo. No parecía un ser humano. Les conté mi historia. Ninguno pareció creerme, pero Chelo me perdonó el no tener la plata del envío. Eso era suficiente para mí. A los 3 días, renuncié.

    Muchos años después, hablando con un conocido en un bar, le conté esto que te acabo de relatar. La realidad es que me gusta contarlo de vez en cuando para refrescar la memoria y no olvidarme de nada para la próxima vez que me toque contarlo, y esa vez le tocó a éste tipo. Pensé que se lo iba a tomar en joda, como suelen hacer todos, y no me hubiese molestado en lo más mínimo. Pero no. Una vez terminé de contar la historia, se puso a hablarme de algo que él llamaba las “realidades alternas”, y los seres que en ellas habitaban. Nadie sabe bien cómo son o cómo se accede a ellas, y que las posibilidades de acceder a una sin quererlo son mínimas, tanto como querer atinarle un piedrazo a un pájaro en vuelo con los ojos vendados. “Sos un afortunado”, me dijo. No sé qué tan en serio tomar su palabra, solo sé que ese día me pegué el susto de mi vida, y que, desde entonces, no vuelvo a entrar al mismo edificio dos veces hasta que pase un buen rato.

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