Patricia había conseguido convencer a Carlos para, juntos, escaparse al mar. Llevaba toda la semana metiendo cosas innecesarias en un gran bolso comprado en el Todo a Cien
de la esquina, y ya iban cuatro. Cada año estrenaba, según lo dictaba la revista Cuore como “imprescindible para tus paseos a la orilla del mar”, un bolso horroroso. Muy grande y nada práctico. En el que metía cosas igual de horrorosas e inútiles. Un libro lleno de polvo viejo que rescataba cada mes de junio, unas gafas de sol demasiado grandes y demasiado negras. También otro libro-obsequio de otra publicación cursi y empalagosa, que había comprado en el estanco junto a una cajetilla de Vogue. Cigarros igual de inservibles, larguísimos a la par que finos, con facilidad para el autoconsumo y que, por no saber, no saben ni mal. Ponía también dentro una toalla pequeña, que volvía a casa igual de doblada, y unas pinzas para depilarse. Esto es casi siempre así, aunque se siga dudando cual es el orden natural de las cosas: si depilarse para ir a la playa o pisar la arena y empezar a escarbar en tus piernas los folículos, para conseguir así, al final de la mañana, unas nalgas similares a un comedero de gallinas. Incluía en el saco estrenado una pequeña bolsa de aseo transparente, donde podías encontrar todos los productos necesarios para la higiene de un mes: desodorante antimanchas blancas, crema hidratante, agua micelar y un jaboncito, por si acaso. Este neceser, como la mayoría de las mierdas que metía en la inmensa talega, volvía intacto a casa, pero muy lleno de arenilla todo. En el fondo, y rozando lo absurdo entonces, lo único francamente necesario, cremas solares. Pero muchas cremas solares: para el rostro, para pieles atópicas, y también con diferencia gradual, es decir, mayor o menor factor de protección. El pequeño detalle es que solo iban a la playa dos o tres veces al año, y el factor 50 no les impedía teñirse de color rosado cual langostinos. Y lo más asqueroso de todo, un paquete de pañuelos de papel. Nada como intentar sonarse los mocos mal arrodillada sobre una toalla, con las manos húmedas, llenitas de arena y los ojos cerrados por el salitre y el sol. También otro bikini conjuntado por si acaso, total, el caso nunca llegaba. Entre otras cosas de índole igual de idiota.

Carlos, por su parte, no sabía ni dónde había dejado su traje de baño. Tal vez en el cajón de la ropa interior o en alguna de las cajas muertas del altillo del armario. A la ilusión de pegarse dos horas conduciendo la próxima mañana del sábado, emborrachado por el olor a potingues que emanaba su compañera de vida, no se le podía llamar entusiasmo.

Solo pensaba en el ocaso, sentado en la terraza del apartamento de su tía Benita que había dejado en herencia para que la familia, que nunca hacía por coincidir en la parcelita heredada, disfrutara del mar. Notaba el amargo sabor de la cerveza, y pensaba en las aceitunas que degustaría solo, en silencio, mientras Patricia hacia “no sé qué” al llegar a la casa después de sobrevivir al vuelta y vuelta, y embadurnarse con otra de sus cremas para paliar la innecesaria quemazón.

Habían montado el Belén. Dos sombrillas que hacían las veces de progenitores, las esterillas desgastadas asimilaban la paja donde dejarían caer los cuerpos las dos bestias humanas, y en el centro, custodiado, el bolso. El bolso que pesaba más de cinco kilos, y que había tenido que portar Carlos hasta la orilla de una playa abarrotada, sucia y ruidosa.

Patricia llevaba más de quince minutos reorganizando los enseres, no encontraba nada y se quejaba de haber olvidado algo. Carlos, extendido en una toalla con dibujos de nudos marineros, roncaba y había dejado fuera de la sombra, sus dos pies. Se auguraban empeines socarrados. Pero la mujer, después de hinchar a pulmón una almohada de plástico rosa, obsequio de uno de los magazines que compró el año pasado, consiguió comenzar con el proceso de cocción sin brisa marina. Minutos después, ambos roncaban.

—¡Rony! ¡Bandido! ¡Ven aquí! ¡Coge al perro cariño! —la voz llegó cuando Carlos abrió uno de sus ojos al sentir la humedad de una lengua áspera en una de sus orejas

—¡Te dije que no sería buena idea traerlo! —la voz sonaba como en otra dimensión, lejos.

Dos sombrillas hacia la izquierda, un hombre muy bajito y redondo, hacía el intento de levantarse de una pequeña hamaca playera que se había quedado incrustada en su trasero. Su mujer se dirigía a él con parsimonia para que se encargara de que el perro no molestara a los vecinos de palestra. A Carlos pronto se le abrieron ambos ojos y se le cortó la respiración. Cerca, muy cerca de su nariz estaba Rony, un chihuahua rebozado en arena. No había visto perro tan sumamente feo, ni siquiera el can peludo de su tía Benita que los acompañó algún verano. Tenía un color amarillento, el color de los trapos que fueron en otra vida sábanas y que, tras demorar su uso, nunca vuelven a ser los mismos. La bestia ingrata no sobrepasaba los quince centímetros y, aun tumbado, a Carlos no se le escapaba ninguna exhalación del mal oliente vaho que desprendía el perro al respirar. Tampoco los detalles que componían la diminuta cabeza que lo intentaba lamer de nuevo. La mandíbula inferior del animal le ganaba en extensión y tamaño a la superior. Tenía muchos pelos tiesos alrededor del hocico, que habían servido de estructura a una masa viscosa de arena, mocos, babas y restos de patatas fritas. Al fijarse en él, mientras se incorporaba asustado y salpicaba arena y nervios a Patricia, no pudo dejar de mirarlo. Y se quedó inmóvil con la nariz arrugada por el asco, cuando encontró en la cara deforme del animal la cicatriz que había dejado el orificio liberado de uno de sus ojos. El puñetero perro, además de feo, asqueroso y, también gordo como su dueño, estaba tuerto. El episodio se cerró con un perdón.

—No seas desobediente, Rony, no molestes a los chicos. Perdonarlo. Es su primer día en la playa, es como un niño —el vecino se dirigió a la pareja mientras sonreía entre dientes y agarraba al perro por el collar de flores, a juego con el bañador de su señora. Patricia cada diez minutos efectuaba un cambio postural, era importante que la pigmentación en su cuerpo fuera uniforme. La joven obligaba a su enamorado a darse la vuelta en la toalla que todavía tenía restos de babas.

La calma, el silencio de las horas que trae la siesta. Pensaban seguir roncando, pero solo lo pensaron. Sobre las cuatro de la tarde, contando los últimos minutos de la digestión, apareció, para ocupar uno de los huecos que habían dejado los playeros mañaneros, la familia Gómez o Sánchez o Martínez. Da igual, pero lo que estaba claro es que era una familia al uso. Tres niñas chillonas, clones todas ellas de la madre, y que no distaban en edad más de cuatro años entre la primera y la última, no dejaban de preguntar si podían bañarse ya. Llegaron ataviadas con un millón de trastos de colores y cacharros para construir castillos, o al menos, eso era lo que gritaban.

—Carolina, por favor, deja a tu hermana en paz. Si seguís riñendo os vais con el abuelo a ver los toros. ¡Dile algo a tus hijas, anda! —El hombre al que dirigía sus palabras andaba preocupado mirando su abdomen, es de imaginar pensando lo invertido en el gimnasio.

—Niñas, venga, haced caso a vuestra madre —sin fuerzas, sin ganas, fue lo que atinó a decir.

La arena de la muralla, que el trío moldeaba con manos nerviosas, se extendía sin piedad hacía los pies socarrados de Carlos. Observó a las niñas con calma, pensando que pararían su construcción centímetros antes de llegar a sus empeines, pero se equivocó. La torre más alta del monumento arenoso la cimentaron sobre una de las esquinas de su toalla. Y no hay torre sin princesa. Colocaron, en la deforme y mal conseguida cúspide, una Barbie envejecida. Una muñeca a la que le faltaba media cabellera y los cuatro pelos que sobrevivieron al corte estaban teñidos de azul. La muñeca apenas preservaba el dibujo de su rostro, le faltaba un brazo y llevaba puesto únicamente un top azul eléctrico mal colocado sobre el hombro derecho. La Barbie permanecía inmóvil, manca, y sonriendo al socarrón de las cinco de aquella tarde de verano. Carlos miró a Patricia y pensó que no eran grandes las diferencias.

La tarde se cerró con viento que hizo que el hormiguero humano, que se extendía a lo largo de la orilla mediterránea, abandonara el arenero antes del crepúsculo. A Carlos le salvó el levante. Agradeció al cielo que Patricia perdiera los nervios al tragar tierra, cuando los vecinos de albero espolsaban sus toallas al recoger el chiringuito.

Llegaron al apartamento media hora después de haberlo decidido, pero todo estaba ordenado dentro del bolso, y eso era lo importante. Metiendo la llave a la cerradura del temporal hogar, se dio cuenta que, otro año más, tampoco había pintado la desconchada puerta, aunque así se lo había prometido a su querida tía.

Carlos soltó todos los enseres veraniegos en la entrada, y en silencio, arrastró los pies hasta la nevera. Agarró fuerte un quinto de Mahou y pensó que se lo tenía más que merecido. En ese momento exacto, en el que disponía una lata de berberechos en un bol de los setenta, escuchó el tintineo de la campana que había instalado alguno de sus primos con funciones de timbre.

—Cariño, ve tú. Estoy cambiándome de ropa. Seguro que alguien se ha equivocado —Se escuchó la voz de Patricia forzada por la dificultad que suponía despegar la parte superior del bikini de su piel achicharrada por el sol.

No eran más de las siete de la tarde, todavía los termómetros estaban por encima de los treinta grados y el aire, que no había amainado, te ahogaba igual que lo hacía el que emanaba de las escotillas del metro en el centro de la ciudad. Al abrir la puerta, Carlos encontró dos jóvenes ataviadas con camisa blanca abotonada hasta el garganchón, falda plisada a la altura de las rodillas en un color gris marengo y zapatos de colegiala sobre calcetines estirados por encima de las pantorrillas. Abrazados contra sus pechos menudos, los panfletos con imágenes poco nítidas, y como de otro tiempo, de un rubio melenudo que, se supone, era el hijo de Dios.

—Buenas tardes, caballero. En esta preciosa tarde de verano hemos venido a traerle a la puerta de su hogar el reino de Jehová.

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