Quizás no vuelvas a verla.
—Nos volveremos a ver —afirma ella. Sus labios sonríen, y tú no puedes sino imitarla—. Y de todas maneras podemos llamarnos, ¿no?
—Claro.
No, claro que no.
—Y vendré en Navidades.
Cállate, cállate.
—Oh, ¡Y en verano también!
Cállate. Cállate. Cállate. Cállate.
—Sí, lo sé. Me lo has dicho tantas veces que ya es una promesa que vas a cumplir, quieras o no —intentas aguantarle la miradas, pero no puedes. Es como si te perforara por dentro. Tus dedos parecen más interesantes; son largos, pero no demasiado, redonditos y bastante suaves. Sientes un hormigueo palpitante y tienes que parar.
Así que para ya.
Y la vuelves a mirar, porque eres imbécil, y su pelo sigue pareciendo seda negra, infinita, y sus ojos siguen igual de oscuros. Sigue teniendo el mismo número de pecas en la cara, veintisiete, te avergüenza un poco saberlo pero se te acaba pasando.
Entonces ella te mira, pero no te mira en realidad; porque su mente ya está subida a ese avión, preparada para las doce horas de vuelo y medio dormida. Eso es lo peor, que te mira y te sonríe, como si nada, como si mañana fueras a volver a verla de camino a la universidad. Como siempre.
Sabes que te está engañando.
—Deberías marcharte ya, perderás el avión —tu voz suena ridícula y deforme, y esa es la peor sonrisa que jamás has esbozado —. Vete ya o me harás llorar.
Zas, ella deja de sonreír. Tú no, tú eres demasiado fuerte, ¿no?
Cuando te abraza, te quedas inmóvil. Le sacas un par centímetros y, sin embargo, eres como un muñeco desmadejado en sus brazos. Quién ha sido el soporte y quién el peso en esa amistad, ya no sabes la respuesta. Se aleja de ti antes de que puedas averiguarla y, con ojos llorosos pero calmados, te susurra una última despedida.
Se va, y ya no mira atrás. Esta historia no va a acabar como esos romances de domingo, en los que basta con correr hacia el otro y declararse. Y ya está. Boda, niños y todo el supuesto paquete de la felicidad.
Das un paso, y luego otro. Como si pensaras hacerlo. Como si en el fondo, muy fondo, pensaras correr tras ella y decirle que la quieres, que nunca te has sentido así y que te está matando todo esto. Que eres egoísta y en estos momentos odias a su familia, que va a estar con ella, y que nunca sabrá valorarla como tú.
Ni entenderla, ni abrazarla.
Que no tendrán que robarle un rápido beso en la oscuridad, ni odiarse por ello.
Que no se mirarán en el espejo mañana, ni se tendrán que dar explicaciones a sí mismos otra vez.
Cobarde, cobarde, cobarde.
¿Sabes lo mejor de todo esto? Lo que de verdad te retuerce los intestinos no es esto, nada de esto. La ponzoña que llevas dentro se llama envidia, y te mueres de envidia.
Porque ella esta noche dormirá a pierna suelta, y mañana se levantará como si nada, y tú no.
Porque ella retomará su vida y acabará olvidando el dolor, pero tú no.
Porque ella nunca sabrá lo que sientes y tú, en cambio, jamás te permitirás olvidar que ni si quiera te atreviste a intentarlo.
Buen viaje.
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