Al otro lado del Neva

Al otro lado del Neva

—Espera aquí un momento, ispansky —me dijo Irina. Incluso elevando el tono de voz, hablaba inglés marcando mucho las sílabas.

Dentro del LUX, la música sonaba exageradamente alta. Cuando Irina desapareció entre la multitud, le di un trago al gimlet y me recosté sobre la barra. No tardó en regresar. Una chaqueta cubría su vestido blanco. Acercó los labios a mi oreja. Sus pechos me rozaron el brazo. Enseguida percibí el calor de su boca:

—Yo también me voy —dijo—. No quiero ir sola… es tarde.

Sus palabras se repetían en mi cabeza: “No quiero ir sola…”. Aquello no era buena idea, pensé. Esa noche tenía demasiadas cosas que resolver. Cuando asentí, tuve la impresión de que alguien lo había hecho por mí.

Quizás, para un ruso aquella era una agradable noche de agosto. Para mi gusto, en la calle hacía un frío del demonio. Me subí el cuello de la americana. La música aún retumbaba en mis oídos. Irina giró la cabeza.

—Por aquí, ispansky —señaló—. Voy hacia el otro lado del Neva. Tu hotel está de camino.

Su voz sonó lejana. Me metí las manos en los bolsillos y empezamos a subir por la avenida Nevski. Apenas había gente. Sus tacones percutían amortiguados sobre la acera.

—¿Los españoles sois siempre tan amables? —preguntó.

—No creas todo lo que te cuentan —le respondí escéptico.

Irina sonrió. Caminaba abrazándose a sí misma, como si no confiara en la lealtad de los botones de su chaqueta. Saqué un paquete de Luckies y encendí uno.

—¿Siempre haces esto? —curioseó de nuevo.

—¿Qué?

—Salir tú solo… cuando no puedes dormir.

Di una calada al cigarrillo. Vacilé.

—Solo cuando tengo un mal día —dije por fin.

Irina hizo ademán de preguntar algo, pero lo que fuera se lo guardó para ella. Caminamos un rato sin decir gran cosa. Pronto alcanzamos uno los puentes sobre el río Neva. Mi hotel quedaba cerca, solo dos calles más abajo. El aire del Báltico provocó que Irina se aferrase a la chaqueta.

—Yo sigo por aquí —dijo, llevando la mirada hacia el puente.

—Sí, ya lo suponía.

Le di otra calada al cigarrillo. El rostro de Irina se difuminó con el humo. A su espalda, el Neva discurría tranquilo. Al otro lado del puente, las luces de los edificios parecían atenuadas, como si pertenecieran a un mundo muy remoto. Puede que al día siguiente ya me hubiese ido, admití. Inspiré hondo aquel aire salado y tiré la colilla al suelo. Irina se quedó mirándola.

—¿Sabes? —dijo pensativa—. Creo que no he probado un cigarrillo en toda mi vida.

—Dudo que te guste —le advertí.

Irina me miró como si quisiera examinarme. Dio un paso hacia mí y se inclinó levemente. Imaginé que iba a despedirse, pero en lugar de eso moduló su voz y dijo:

—Todo es cuestión de probar.

***

El tipo del portarretratos tendría treinta y muchos. Cabeza afeitada y barba de varios días. Posaba junto a un perro de gran tamaño. Tenía pinta de pocos amigos; el perro también. Una camiseta de tirantes mostraba unos brazos cubiertos de tatuajes.

—Es mi novio —dijo Irina.

Supongo que el gesto de mi cara debió incomodarla.

—No te preocupes —dijo de nuevo—. Está en Serbia —le dio un sorbo a un vaso de vodka—. Tiene negocios allí… No me preguntes a qué se dedica. No tengo ni idea.

—¿Estás mejor? —le pregunté.

—Sí, solo necesitaba refrescarme —dijo con tono ausente, mientras se movía por su apartamento como quien busca algún tesoro oculto.

—Te dije que no fumaras.

No contestó.

Si decidía salir del país tendría que madrugar, pensé. Cuando miré el reloj, las luces se apagaron. Todo quedó a oscuras. Distinguí a Irina junto a la ventana. Una franja de claridad atravesaba el cristal. Desde aquel lado del Neva, se divisaba el Hermitage, deslumbrante junto al agua. Su reflejo penetraba en el apartamento, realzando el rostro de Irina con una palidez azulada.

—¿En San Petersburgo sois todas tan jodidamente guapas? —le solté.

—Mmm… No creas todo lo que te cuentan —respondió, y comenzó a reír.

Se acercó y me rodeó con los brazos sin soltar el vaso. Pegó sus labios a los míos. Cuando su lengua penetró en mi boca, percibí el sabor seco del vodka. Los cubitos del vaso tintineaban cerca de mi oído. Se dejó caer sobre mi hombro. Le mordisqueé la oreja. Irina protestó con un gemido corto. Oí cómo se quitaba los tacones. Me agarró de la mano y entramos en el dormitorio. Cuando me di cuenta, su vestido blanco había resbalado hasta el suelo. Estaba completamente desnuda. Irina se sentó en la cama. Me arrodillé entre sus piernas, la sujeté por las nalgas y comencé a besarle los muslos. Irina se agarraba a mi pelo con las manos. Me empujaba contra ella, cada vez más hacia dentro.

—Házmelo muy despacio, ispansky —susurró.

***

Cuando regresé al hotel, tenía doce mensajes. Abrí el buzón de voz.

—¡¿Dónde coño estás?! —oí gritar a Carmen—. Coge el primer tren a Helsinki, ¿me oyes? —Percibí un largo suspiro—. Te has pasado de la raya, Víctor. Nos estás jodiendo las vacaciones. Ya hablaremos cuando…

Interrumpí el mensaje y apagué el móvil. Vacié los bolsillos y lo dejé todo sobre la cama. Me quedé mirando el pasaporte. Luego consulté el horario del desayuno. Salí al balcón y encendí un cigarrillo. Amanecía. El esplendor nocturno del Hermitage iba desvaneciéndose. Pronto solo parecería una enorme tarta de aniversario con las velas apagadas. Oculto tras el palacio se intuía el Neva. También aquel puente. Y, en la orilla opuesta, ese barrio silencioso de fachadas grises y desgastadas, donde Irina estaría sumida en un profundo sueño. El aire del Báltico alcanzó la terraza. Ya no era tan frío. Quizás, para un ruso aquello no fuera más que una cálida brisa, pensé.

Entré en la habitación y descolgué el teléfono. Marqué el cero. La voz somnolienta del recepcionista contestó al otro lado. Le solicité información sobre los trenes a Helsinki.

—Espere un momento —dijo.

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