Casi-miro sin-clair o… ciertos gal(l)imatias de dios.

Casi-miro sin-clair o… ciertos gal(l)imatias de dios.

Simón Virdaén

11/09/2017

El del asiento de al lado terminó por confirmar que era un idiota. Encima rosarino, como yo.

Al principio me pareció inteligente, alguien con quien se podría dialogar en el largo viaje que teníamos por delante.

Yo había abordado el micro mucho antes que él, así que llevaba en ese asiento y con los que lo habían abordado conmigo, bastante tiempo ya, soportando y paliando los avatares que tiene todo viaje intenso.

Con algunos compañeros de travesía había intercambiado impresiones, porque un viaje de tal envergadura hace que los que marchan juntos, terminen compartiendo sus afinidades y sus desavenencias. Es parte del folklore de todo colectivo.

Yo ya tenía mi grupo cuando el idiota se me sentó al lado.

Ya digo, en un error de apreciación, no lo vi tan idiota en un comienzo.

Quizás, si hubiera atendido con más prolijidad o escuchado con ella, al menos, algunos intercambios que este sujeto -sentado ahora junto a mí- había tenido con otros compañeros de viaje de mi camada, habría advertido que era un imbécil, pero, para mi mal, soy de los que conceden ese necesario voto de fe a todos.

No porque pretendiera enseñarle nada, sino porque ya tenía experiencia en el trayecto, mientras él se situaba en esa extrema verborrea de esos que piensan que cuando ellos llegan a un lugar el mundo comienza a moverse por arte de magia, le dije algunas cosas para que rectificara una que otra idea errónea que tenía sobre cómo se desarrolla nuestro itinerario.

Maldigo la hora, porque el tipo no solo se enojó porque le dirigí la palabra para explicarle pormenores del viaje, sino que se despachó con toda su estupidez junta, entre lo insultante y lo irrisorio, de modo que, pasado mi primer instante de asombro y buena voluntad, en que intenté aclarar la situación, entendí aquello que supe siempre: el que te insulta es porque tiene incapacidad de razonar.

Decidí, por ello, mantenerme callado, pero él no. Y cuanto más me obstiné en mirar por la ventanilla, ignorándolo, más él prosperó en sus insultos y agresiones hasta que giré los ojos y le hablé. Le hablé como a alguien normal, sabiendo que, de normal, no tenía nada. Pero no es cuestión de humillar al contrario que te insulta. Ya que te insulte lo humilla de por sí frente a tus ojos. Entonces ¿para qué incidir? Desarrollar los argumentos de peso frente a la inconsistencia o develar los subterfugios de las trampas, tiene el suficiente poder de fuego como para que el agresor cierre la boca. Eso, si no es un necio recibido, como el que en esta ocasión me tocó a mí.

Ya debería, en base a mi experiencia, entender que el que me hablaba era un idiota y que el tipo en cuestión no poseía otro recurso que el insulto, porque no conocía la sabiduría de los argumentos en una discusión ni estaba capacitado para discutir sin insultar porque esa variable, evidentemente, le era ajena.

«Ya hice mil veces este viaje. No sé por Google dónde quedan las cosas que el viaje implica. Las sé, porque estuve y aprendí cada punto de este viaje con mi piel y mis pasos. Las sé, porque la experiencia es lo que enseña de verdad al alma y a la razón de los hombres todo aquello que Google no conoce», le dije, harto del tipo y de la exasperada soberbia de su ignorancia, que tecleaba, desesperante, en su móvil, exigiéndole al navegador que proporcionara datos fehacientes para contrarrestar mis argumentos.

Al cabo, resignado, ya que con los necios no se puede hallar el punto medio, opté nuevamente por el silencio. Dije lo que tenía que decir y me dediqué a mirarme en el paisaje. Había mucho más que ver dentro del mundo que esa iracundia insulsa y arrogante de mi compañero de butaca.

Me dije: el viaje es largo y este tipo no sirve para hacerlo. En algún lado se bajará del micro, mientras yo sé que tengo que llegar hasta el final del recorrido porque este es el viaje en el que creo. Es mi viaje de fe.

Pero hay gente que no sabe en que consiste un buen debate; tiene incapacidad de entender qué es un buen debate, siquiera, una buena conversación aún con disenso, así que el sujeto irritado y victimista, decidió quejarse de mí con alguna de las pasajeras más próximas, la que solamente le contestó: “Cuánto lo lamento” y siguió con sus cosas.

Como el tipo había decidido ser la víctima, sollozando casi a gritos (para no perder protagonismo) se cambió de butaca ¡menos mal! a ver si alguien reparaba en él.

Ahora viaja solo.

No puedo decir que no me alegre, por el bien de mis compañeros de camino.

Yo, por supuesto, sonrío. Estoy acostumbrado. Llevo años haciendo esta ruta interminable y sé de memoria cada escollo que este viaje presenta y cómo los dolidos te acusan de verdugo, cuando son incapaces de abandonar la visión magnífica que representa la pelusa de sus excluyentes y maravillosos ombligos.

Pero este itinerario es mi pasión y cuando el itinerario es la pasión, el viaje de por sí es el más difícil, porque defender aquello en lo que se cree frente a todos los que te obstaculizan el avance, se transforma en un desafío tanto para la fe como para la fuerza de los que aún pensamos que vale la pena cambiar algo.

Escribir no es soplar y hacer botellas. A escribir se aprende educando el talento.

Por eso, el viaje hacia escribir no es para todos.

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