Por una extraña conexión usted me hace recordar los viajes de un buen señor llamado Severo. Los hizo tardíamente desde una fría ciudad de Norteamérica en donde estudiaba filosofía. Ya tenía cuarenta años y sólo encontraba sosiego en las horas nebulosas, en ocasiones se refugiaba en los gigantescos centros comerciales de los suburbios. Severo se transformó en enemigo de los pacíficos transeúntes que como usted deambulan por esta penumbra.

Fueron cuatro inviernos. Solo le ofreceré algunas alusiones que ilustren los viajes de nuestro personaje. Por ejemplo, el primer invierno adquirió para él la significación de una peligrosa enfermedad. El percibía la fuerza invernal en las constantes amenazas a sus deseos de descifrar enigmas –no voy a describir esas amenazas, pero usted encontrará la manera de llenar cualquier vacío, si el tema le interesa de verdad.

El segundo invierno representó para él un adiós que no tuvo la oportunidad de vivir: un alejamiento que se transformó en todos los recuerdos posibles. Fue una temporada que hasta cierto punto disfrutó, por el dolor que producía la distancia y también por saber que tendría que inventar nuevas explicaciones para los aniversarios lejos de casa. Siempre fue un hombre solitario, pero no tuvo conciencia de ello hasta que alguien se tomó la molestia de decírselo violentamente.

El tercer invierno fue un viaje que nació de la comunicación de Severo con los santos que no tienen conmemoraciones pomposas. Pidió un milagro (que nunca se cumplió) y decidió pagar la promesa con la anticipación que su necesidad recomendaba. Ofreció escalar la montaña de la Dama Negra. Para llegar a su meta dedicó su amor a la fotografía de la mujer morena que encontró en su bolso de viaje.

El último invierno fue el más misterioso. No puedo reflejarlo de una manera diferente: el viaje del Lonely Bus. Severo nunca imaginó que un viernes en esa ciudad le pudiera deparar una sorpresa. Los años de su permanencia tuvieron el mismo matiz: las únicas conmociones de la vida tenían lugar cuando llegaba a su habitación y apagaba la luz.

Aquel viernes fue diferente. Eran las siete cuando Severo se despertó por el ruido que hacían los otros habitantes de la casa. Era ese murmullo de las horas tempranas, cuando las personas hacen los preparativos antes de salir a las actividades cotidianas. Un radio sonó fugazmente (era un despertador) y varias puertas se abrieron. Severo permaneció en la cama mientras hacía un seguimiento a las diferentes resonancias, a los pasos, a las voces, a las intenciones. Los de afuera vivían en un mundo muy diferente, más verdadero que el suyo, al menos más práctico.

Decidió levantarse cuando la casa estuvo silenciosa. Lo que siguió después fue repetitivo y el sonido de la ducha y una palabra dirigida a sí mismo no hicieron otra cosa que otorgarle sonoridad a algo que de otra manera no hubiera sucedido. Luego se dirigió a la ventana y se sorprendió por la cantidad de nieve que había caído durante la noche. Sintió ese frío visual que penetra y recorre el ánimo. Pero sintió algo más: el tedioso quebranto de ese día. En ese momento decidió ir a los grandes centros comerciales.

Como era su costumbre tomó el camino de la Universidad, aunque no tenía ninguna actividad prevista. Miró desde lejos los inmensos edificios perdidos en un bosque. No encontró ningún motivo para permanecer allí y se fue a la parada del autobús.

El transporte llegó puntual a las 12 y 40. Seguramente imaginó recorridos familiares y sintió el aroma del restaurante de comida de la India que era su preferido. Tomó uno de los primeros puestos. Se sintió observado por el conductor, a pesar de que se ocultaba detrás de un periódico universitario. Cinco minutos después el autobús abandonó la parada.

Severo era el único pasajero. Sintió un vacío muy grande cuando al autobús se perdió en la niebla y el conductor desapareció.

Luego, como siempre, el esquema se cumplió. Hizo sus compras en forma discreta y luego se retiró a un lugar sereno para contemplar sus adquisiciones. La hora del almuerzo también siguió el esquema: se dirigió al restaurante de la India.

Eran casi las cinco cuando decidió esperar el autobús. Diez minutos después se lanzó hacia un asiento presionado por el frío y el cansancio. El conductor le habló: fue como si se le leyera la mente. Le dijo que se trataba de un solo autobús y de un solo conductor y de un solo pasajero. Severo escucho muy claramente que el conductor dijo: “I have enough of this”.

El viajero esperaba inútilmente que alguien se asomara a las ventanas de las casas. El conductor hizo un gesto ceremonioso, soltando el volante. “Yo soy de aquí, yo nací a menos de un kilómetro de donde estamos, rodeado de haciendas de todos los tamaños, no veías ni autopistas ni fábricas ni centros comerciales. Mi familia se dedicaba a trabajar la tierra. Este fue el lugar de mi juventud hasta que nos fuimos a vivir al centro. Para nada, luego mis padres murieron y yo me transformé en este fantasma que aparece en los suburbios. Tú no tienes ni idea de la inmensidad de la que te estoy hablando”.

Severo renació en un inmenso corredor lleno de gente. Notó un cambio: se preguntó si ese era el lugar donde solía almorzar, rodeado de personas que tenían motivos para fiestas. Todos parecían felices. Pero ese comedor había quedado en el pasado. Sintió que había perdido la noción de la vida. Lo que si persistía era el silencio que lo atrapó cuando el Lonely Bus lo dejó en la parada de la Universidad. Como si nada hubiera pasado, usted m dirá!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS