“Los muros de la ciudad – decían los educadores – fueron erigidos para la guardia y protección de todos nosotros. Hemos siempre de estar agradecidos a la providencia y a los brillantes padres fundadores por estas barreras infranqueables. Si no fuese por ellas no estaríamos aquí hoy.”

¿Qué hay del otro lado que es tan peligroso? Pregunté.

“Un mundo de hombres que no conocen la ley. Un infinito de salvajes e incivilizados animales que nos destrozarían si les diésemos la oportunidad.”

¿Cuántos años han resistido estos muros en pie?

“Quinientos años – respondió el educador con un orgullo desmedido – y soportaran, aún, muchos más.”

¿Quinientos años? Si nadie ha salido y nadie ha entrado en todo ese tiempo ¿cómo se puede estar seguro de que el mundo exterior y sus habitantes son aún inhóspitos y salvajes?

Ante toda respuesta, fui castigado por interrumpir la clase.

Los años han pasado. Tengo un plan: escaparé de la ciudad. Traspasaré los muros esta misma noche. Ya conozco una manera de lograr mi cometido.

Y sé que no se me permitirá regresar. Sé que llegará el día en que recordaré estos muros con una nostalgia profunda. Sé que vagaré lejos y que quizás muera siendo un extranjero.

Lo sé. Pero es una decisión que estos muros no pueden negarme.

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