Aún siento que se me clavan en la rabadilla todos los huesos metálicos de aquel carro. No es lo que se llama un viaje en primera clase. No sé si podría catalogarse de tercera incluso. Digamos que es una clase distinta, acorde a un viaje de estas características, no exento de aventuras e improvisaciones. Porque esta no era obviamente la primera opción. Ni siquiera era el plan B. Pero fue la única alternativa a quedarnos en tierra y pasar otra noche más en la lluviosa cordillera ayabaquina.
Pero empecemos por el principio, para dotar de contexto a este turbulento viaje. Ayabaca, norte de Perú. Localidad andina detenida en el tiempo y perdida en las páginas de las guías de viajes. Entre la pobreza y la dejadez, como la mayor parte del país y el continente donde se ubica. Uno llega allí más por recomendación que por bucear en folletos turísticos. El turismo no abunda en esos lares, y quizá esa falta de proyección turística es la que impregna la sierra ayabaquina de un peculiar interés y de una paupérrima accesibilidad. Y la suma de estos dos factores dieron como resultado este convulso viaje en camioneta.
Aypate es un cerro de los Andes donde abundan todo tipo de leyendas y donde hace poco se descubrieron unas ruinas incaicas semi-abandonadas y con mayor jugo arqueológico que el que las autoridades de la zona le saben sacar. Es ese estado de semi-abandono el que hace tan difícil acceder allí. Más aún si llueve, porque el camino de tierra se convierte en intransitable. Y de hecho el día anterior había llovido (y mucho), por lo que el día de nuestro viaje ni los pronósticos más optimistas preveían una jornada tan soleada como la que se presentó.
Yo había ido a Ayabaca con las ruinas Incas de Aypate como principal aliciente. Pero las condiciones climáticas de aquella navidad que era tan veraniega en el hemisferio sur como inestable en su montaña ponían en riesgo la visita. Además, el viajar solo encarecía aún más llegar hasta allí. Pero tuve la suerte de encontrar acompañante en esta curiosa aventura. Y las penas compartidas son menos penas (y las risas y las alegrías, mayores).
A la mañana siguiente salimos hacia Yanchalá, la población más cercana a Aypate. Allí llegamos en camioneta, gracias a las gestiones realizadas por Andrés, dueño de una cafetería en Ayabaca, juez de la zona e improvisado guía turístico. A la llegada a Yanchalá, una pequeña y solitaria aldea donde en principio pensábamos pasar la noche, y tras tensas negociaciones conseguimos que la camioneta que nos trajo hasta allí nos subiera hasta Aypate. Hicimos la visita con un ojo en el cielo y otro en las piedras, tomamos las fotos que había que tomar y nos volvimos esperando que nuestro chófer no nos hubiera abandonado, ya que antes de dejarnos allí nos había advertido que si llovía se marchaba y nos tocaba bajar la montaña a pie (unas tres horas de camino). Pero el tiempo nos respetó y el chófer también. De vuelta a Yanchalá intentamos convencer al conductor para que nos llevara de nuevo a Ayabaca. El «no» rotundo inicial fue perdiendo convicción conforme el número potencial de pasajeros aumentaba y el dinero que le ofrecimos también. La plata le hizo cambiar de idea y accedió.
Como una de esas rectas en las que casi por arte de magia todos los semáforos que te encuentras por el camino se ponen de color verde cuando pasas por ellos. Así fue el viaje de vuelta. Porque una vez que habíamos dejado atrás Aypate y Yanchalá, en nuestras cabezas fue cobrando fuerza la idea de regresar esa misma tarde a Piura. Y así es como se fueron precipitando los acontecimientos…
4pm, llegamos a Ayabaca. Nuestro conductor le hace señas a un carro delante que está a punto de salir hacia Piura. «Llevo 2», le dice, refiriéndose a nosotros. «Voy lleno», contesta el otro. Y asegura que es el último coche del día que sale para Piura. «Y ya no hay más carros», nos dice. «A no ser que…». Y nosotros aceptamos su propuesta. Iremos en la parte de atrás de la camioneta. Al descubierto. En la caja, batea o remolque de este vehículo tipo ranchera. Antes de salir recogimos rápidamente nuestras pertenencias, que estaban en la cafetería de Andrés. No habíamos comido nada y su señora nos preparó unos pequeños sándwiches y jugo para el viaje. Aunque para los vaivenes del camino, mejor tener el estómago vacío.
El viaje en camioneta puede resumirse en cuatro horas de trayecto desde la sierra ayabaquina, tocando las nubes con la cara (literalmente), hasta el desierto piurano, donde acabamos tapándonos los ojos y la boca con lo que podíamos para evitar las bofetadas de la arena. De las curvas vertiginosas de la bajada, a las largas rectas de Piura y su viento arenoso.
El punto de partida fue un camino sin asfaltar e inestable que provocaba el traqueteo constante de la camioneta, ponía a prueba la dudosa eficiencia de su sistema de amortiguación y te hacía temblar como si estuvieras sujetando un martillo neumático. Aún siento que se me mueven el hígado y los riñones al recordarlo. En la bajada pasamos frío (no nos llovió por suerte), y dolores internos y externos, sobre todo al rebotar las posaderas en la coraza metálica de la camioneta. La mochila se convirtió en improvisado cojín y unos calcetines en guantes.
Cuando dejamos atrás la montaña, el viaje tampoco mejoró mucho. Las largas rectas de la carretera asfaltada camino a Piura animaron el espíritu temerario del chófer. Ya no tanto sufría el trasero como las manos, de sujetarme, y la cara, que con los golpes de viento corría el riesgo de desfigurarse. En la parte de atrás de esa camioneta convertida en deportivo descapotable por momentos, había dos personas luchando por no salir disparadas. Pero llegamos. Tras casi cuatro horas de camino, y unas cuantas más de aventuras, regresamos a Piura sanos y salvos.
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