Mi historia comienza durante un viaje científico a San Pedro, en las islas Georgia del Sur, en la Antártida. El único barco que me aceptó como pasajero para alcanzar la estación meteorológica de Grytviken, fue un viejo ballenero argentino llamado “Cartagena”. En Grytviken, también había una factoría ballenera. Carlos Betancourt, el capitán, contaba con catorce hombres en su tripulación, todos ellos hombres de mar ejercitados durante años en la caza de cetáceos. De todos ellos, solo el joven grumete me trató con algo de respeto. Parecía un buen chico, me contó, que gracias a que su madre era la hermana del capitán, había conseguido un hueco en el barco, que era su primer año, pero que no sería el ultimo.
El verano antártico estaba en su apogeo, la temperatura en el aire, camino de la isla, rondaba los diez grados. El mar en calma, y los días claros, presagiaban una buena temporada de caza. Desde el primer momento quedé fascinado por la disciplina que reinaba en el navío, era un navío viejo, pero cada marinero conocía su puesto y nunca descuidaban ni el más mínimo detalle. Un día antes de llegar al puerto de Grytviken, me despertó un fuerte ronroneo que hacía vibrar el barco, parecía que de repente teníamos prisa. Desde el camarote escuchaba el bullicio que hacían los hombres arriba. Salté de mí catre y corrí a cubierta, para descubrir, que el Cartagena surcaba el mar a la máxima velocidad que sus dos motores diésel le proporcionaban. Hacía una hora que el vigía había descubierto el resoplar de un grupo de ballenas, allá en el horizonte. El capitán, había decidido aprovechar la oportunidad, y el navío surcaba el mar directo a ellas. Los marinos se encaramaban a la barandilla por la banda de babor, ansiosos, observando a sus presas ya a menos de cuatrocientos metros. A mi me mandaron a la cabina del capitán, donde no fuera un estorbo. El arponero revisaba de nuevo que el cable del arpón no estuviera enrollado, y que el cañón estuviera listo y con el seguro puesto. Desde lo alto del mástil el vigía le señaló una cría al capitán, a unos doscientos metros del barco, y el navío enseguida viró en su dirección. A ciento cincuenta metros de los animales, el arponero ya encañonaba al joven cetáceo, mientras los motores hacían vibrar el barco bajo sus pies. Durante la persecución, un inmenso macho de ballena azul, el más grande que jamás había visto, se separó de la manada y desapareció hacia las profundidades. Los hombres, ansiosos, no le prestaron más atención de la que merecía y se prepararon en sus puestos junto a la borda. Cuando el capitán diera la orden, las dos pequeñas barquillas serian botadas en cuestión de segundos para rematar al animal arponeado. A cincuenta metros del ballenato, el arponero apretaba los dientes que le quedaban en una mueca de tensión y mantenía al animal dentro de la mirilla del cañón. A treinta metros del animal, el capitán dio la orden de disparar justo en el momento en el que el barco chocaba con algo y hacia caer por la borda a la tripulación de la primera lancha, aun así, el arpón salió disparado mientras el arponero caía también hacia atrás. Vi cómo se tensaba el cable del proyectil, y como, de un salto, el arponero se asomaba por la borda para confirmar que había hecho blanco, pero en lugar de la cría, había acertado a dar a la madre. El capitán seguía aferrado al timón, intentando controlar el barco. El orden y la disciplina en el Cartagena habían desaparecido. El barco, jalado por la ballena, se alejaba cada vez más de los caídos al mar. No sobrevivirían mucho tiempo en las gélidas aguas. El arponero se dirigía otra vez al cañón para soltar cable, cuando otro golpe en el barco lo lanzó por la proa, haciéndolo desaparecer bajo la quilla. El capitán ordenó botar la barquilla restante y rematar al cetáceo. La barca fue botada, y en un abrir y cerrar de ojos la tripulación ya estaba en ella remando lo más fuerte que podían, hasta que a escasos veinte metros, aparecía desde las profundidades el gigantesco macho, que se erguía, majestuoso, casi diez metros fuera del agua y caía sobre la barca con todos los marineros que en ella iban, haciéndolos desaparecer también en las profundidades. La ballena arponeada, nadaba alrededor del Cartagena tirando de él y haciéndolo girar como en un remolino. El capitán me señaló un hacha de mano y me mandó a cortar el cable para liberar al pez. De camino al cañón de proa, me crucé en cubierta con el grumete que lloraba aterrorizado agarrado al mástil del vigía. No le dije nada. Cuando conseguí llegar a mí destino, el macho volvió a aparecer, esta vez casi voló por encima del barco, cayó en cubierta aplastándolo todo. Me agarré al cable con todas mis fuerzas. El vigía salió despedido de su puesto y cayó al mar. El joven grumete, al que el capitán había jurado llevar de vuelta a casa, quedo allí tirado, con las dos piernas dobladas antinaturalmente por detrás de su espalda, el chico gritó y se cubrió con las manos cuando el inmenso animal se volteó para volver al agua y le pasó por encima, espachurrándolo y arrastrando sus restos por la cubierta. Cuando conseguí cortar el cable, vomité por el esfuerzo y por el miedo. Todo quedó en silencio. El barco se escoraba y se hundía en las gélidas aguas. Solo quedábamos el capitán y yo con vida a bordo. Fuimos rescatados a la mañana siguiente por un ballenero inglés, a doce millas náuticas al este de nuestro destino. El joven sobrino del capitán nunca regresó a casa, su cuerpo fue enterrado en el cementerio de la iglesia que años atrás levantaran los noruegos en Grytviken. El resto de la tripulación, quedó en el mar, donde siempre habían vivido.
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