En realidad hubiese sido mejor treparse a la cola de algún barrilete, quedar pendiendo de una nube y ser dos personajes de cuentos infantiles pero hemos perdido esa frescura y desde esta butaca de clase turista, las azafatas suspenden el refrigerio: turbulencias.

En edad de recuperar tiempo perdido y abrazar experiencias confortadoras, Valentín se acomoda el cinturón que perece en el asfixiante pliegue del abdomen; aun continua insistiendo que es más práctico portar bolsos de mano que optar por las valijas con rueditas. Empecinado en sostener su capricho, pretende ignorar a los pulmones que reclaman, cada vez con más urgencia, expurgar años de alquitrán y nicotina.

En irritabilidad nadie le gana, basta una palabra para transformar su rostro en una máscara contraída de furia, mientras los músculos se tensan y ruge embravecido. Como aquel día en que afectada por tantas injusticias cotidianas me dejé caer en los brazos de la depresión. Mi fragilidad develó al monstruo patriarcal y en el llano de la impotencia sus manos transmutaron en ira derramando miserablemente el cuenco sopero que desprendía su hervor sobre una hornalla de la cocina.

En intelectualidad no le discuto. Fue su decir, su erotismo disertante el que ganó mi atención para luego confesar Intereses en común, temas que ameritaban un interlocutor de ese nivel y la creciente curiosidad por allanar los secretos de esa pálida piel cubierta en bellos rubiáceos. Su muro de formalidad resistió mi incursión, fue cuestión de paciencia y estrategia. Ahora me mira con esos faros azules que ya no encandilan, me invita a seguirlo hasta el playón donde los choferes abren caballerosamente la portezuela de sus autos de alquiler. Acomodo el bolso de mano y me quito las gafas, es un tramo corto, recuerdo el camino que solíamos recorrer a pié, mochilas en la espalda y zapatillas de treaking. Entonces respiraba sin inconvenientes, íbamos al mismo ritmo y nos deleitaba la caída del sol que pintaba las mejillas de un naranja furioso.

En mitad del trayecto desplego un mapa de calles donde dos círculos rojos nos indican la cercanía del destino. Se detiene el vehículo, la transacción habitual, el vuelto que se deja como cortesía y el equipaje a la espera del muchachito que aparece en la arcada de la entrada principal. Ascensor para él, yo escalera. Las articulaciones merecen seguir sintiendo la utilidad de sus partes, la autoestima se nutre luego en el espejo.

En soledad lo vence la necesidad de ordenar el equipaje, es un modo de desempacar obsesión y colocarla en cada estante, como corresponde. Mi hambre de paisaje se escapa por la ventana entreabierta y acaricia las duras y espinosas hojas de una palmera. Una pelusilla errante roza mi nariz al tiempo que se turba mi oído con el brusco encendido del televisor, inclinado desde su soporte de pared, para satisfacción de su avidez por anoticiarse de los sucesos internacionales.

En oportunidad de una visita anterior, alojados en una coqueta casona devenida en hostel, nuestra miel matrimonial destilaba dulzores y por las noches solíamos besarnos con la pasión abrazadora de una enredadera. Tan solo un año después henos aquí en un hotel cuatro estrellas, de paredes blancas, sabanas perfumadas con margaritones en relieve, láminas enmarcadas y una poltrona tapizada en chenille sobre una alfombra desgastada.

En mitad de la noche nos despierta el bullicio de una habitación vecina, un grupo de jóvenes festejan y cantan al unísono. Valentín no suma la tolerancia a sus escasas virtudes, se niega a entender que es tiempo de vacaciones y algunos ánimos se desatan. Nuestra osadía se remite a pedir el desayuno en la habitación para degustar la charla matutina en pijama y pantuflas. Tenemos un paseo programado, Febo se luce en complicidad con las minúsculas gotas de agua y dibuja un arco iris en las entrañas turbulentas de las Cataratas. La agencia nos envía a un viejo conocido; no es casual, he reservado sus servicios con anticipación.

En complicidad y pese a las protestas de Valentín, nos adentramos en la espesura de la selva abandonando la senda permitida. Se me eriza la piel de una emoción adolescente cuando la camioneta avanza desgajando los lazos de vegetación, esquivando rocas revestidas de musgo. Puesta a rodar, nuestra nave zigzaguea en la geografía salvaje. Las aves se alertan, los simios se asoman y cuelgan en lo alto, los reptiles se amparan en troncos huecos, allí donde la mano imprudente va a la búsqueda de una orquídea. El sudor empapa tu espalda, la correa que sostiene el machete presiona los músculos, me acerco a tomar los aromas que retornan y vuelo.

En proximidad al aeroparque, visualizo los edificios torre que bordean al Río de la Plata como guardianes estoicos de la lengua de agua barrosa que penetra en el mar. Descendemos, sin maletas, sin palabras. Sobre la avenida Costanera el cemento calienta el caucho de los neumáticos, densidad de humo, caños de escape, bocinas y rostros entumecidos. Acaricio tu mejilla morena, te aferro, me aprisionas. Lola Mora, bella en la desnudez de Las Nereidas, nos invita al giro romántico del inmutable mármol de carrara. Entonces comienza, se repite el circulo, se retroalimenta. Nace en el exotismo de tu piel cincelada, se retuerce de gozo por el cabello encrespado donde los ases de luz se pierden mientras muere el verano.

Silvia Frias

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS