Emiliano García llevaba más de media vida siendo el cartero de su pueblo después de aprobar la oposición publicada por Correos con motivo de la jubilación de don Evaristo, que era quien había desempeñado aquella función hasta el momento. Su prodigiosa memoria le había servido para hacerse con la mejor nota de entre los cuarenta aspirantes que se habían presentado al examen; sin embargo, durante años, todo el pueblo atribuyó el éxito a su inmóvil brazo derecho, petrificado, formando un ángulo de noventa grados en el codo, a las pocas semanas de haber comenzado el servicio militar como consecuencia de un nervio aplastado por el retroceso de su rifle, en el único disparo que realizó en todo el servicio, y que le inutilizó para siempre aquella extremidad, dejando claro algo que ya sospechaba antes del infortunado incidente: Emiliano no había nacido para la guerra. Además de repartir el correo, despachar las cartas de envío y marcharse a su casa a leer de manera compulsiva las novelas que encontraba rebuscando en la biblioteca municipal, Emiliano guardaba un secreto, más que un secreto una tradición, que jamás desvelaría a sus vecinos.

Como cada primero de agosto, cogió temprano el tren de la mañana en dirección norte y recorrió Castilla hasta Cantabria, como la aguja de una costurera atraviesa dos trozos de tela uniéndolos con un fino hilo. Bajó en Santander, caminó despacio, tranquilo, y respiró hondo mientras degustaba el suave aire salado que se le pegaba en el paladar saboreando en su boca un delicioso caramelo con sabor a mar. Compró una postal con una foto de la costa junto con unos sellos y se sentó en uno de los bancos de piedra del paseo marítimo que miraban hacia el Cantábrico, escuchando el sonido de las olas susurrar las palabras que había de escribir en la postal de este año. Comenzó la postal como siempre, Querida Mamen, mi llorona, y continuó dibujando en cada palabra el amor que la vergüenza por su inútil brazo le impedía compartir con nadie. Pegó los sellos y la metió en el buzón de Correos que encontró de camino al tren de regreso.

La mañana que la recibió de vuelta en su oficina organizó la ruta de reparto dejando para el final la entrega de aquella postal en casa de la señora Carmen o Mamen, como era realmente conocida. Su casa estaba construida en mitad del camino hacia la cima de una colina, recorriendo uno de los senderos que serpenteaban toda la ladera. La subida era ligera y Emiliano solía ascender los días sin nubes hacia la loma para tumbarse a leer, acompañado por el ligero silbido del aire y el lejano sonido de los cencerros del ganado, hasta que anochecía. Cuando el cartero llegó a la puerta de madera maciza de la casa, golpeó la aldaba de bronce envejecido con forma pez alargado y se quedó allí, de pie, plantado, esperando a que Mamen abriera la puerta con la lentitud que sus ochenta años daban a sus viejos movimientos calculados. Al recibir la postal de manos de Emiliano, los ojos de Mamen se desplazaron más de cuarenta años atrás, en el tiempo que tarda una mariposa en dar un aleteo, hacia Santander, hasta aquellos quince días de vacaciones que pasó junto a su difunto marido y donde conoció a Isabel, su eterno amor prohibido.

Isabel era pescadora hasta la médula y el mar embravecido corría por sus venas rebeldes. Era Rubia, con el pelo ensortijado y atado en una coleta que rara vez se deshacía en público. Tenía la piel morena, curtida por el sol y la sal que golpeaba su cuerpo durante las infinitas horas que pasaba en el mar. Mamen se había enamorado de ella en el instante en que sintió su olor a Cantábrico acariciándole su pituitaria y desde ese momento no se borró su recuerdo a brisa marina, que permaneció grabado a fuego en lo más profundo de su memoria. Durante esos quince días se amaron a espaldas de su marido y faenaron juntas en las sábanas de Isabel, recorriendo los nudos de distancia del mar de sus pieles, memorizando cada lunar como si exploraran el mapa de un océano desconocido para el resto.

En su despedida Mamen lloró como solo lloran las personas que saben que su vida será un desierto sin la humedad salvaje de su amada. Lloró tanto que Isabel bautizó a Mamen como La Llorona, su llorona, y esa canción, interpretada por Chavela Vargas, sonó durante años en sus dormitorios mientras recordaban los quince días en que vivieron de verdad, juntas. Desde aquel verano, en el día en que se conocieron, Mamen recibía una postal que llevaba el sabor a mar de Isabel a su boca y que mantenía guardado, alojado en algún rincón de su memoria, oculto para el resto. Cuando recibía aquella postal, se encerraba en su habitación llorando un mar, mientras Chavela le cantaba, hasta que se deshidrataba entera por aquel amor perdido y dormía exhausta durante horas.

Emiliano, que había sido testigo de aquel amor imposible desde que empezó como cartero, fue el primero en extrañarse cuando Mamen no recibió su habitual postal anual. Se preocupó tanto por ella que viajó a Santander aquel mismo día y descubrió por boca de los pescadores de la zona que Isabel había desaparecido aquel año por la línea del horizonte donde cae la mar. Nunca más supieron de ella. De camino a la estación, mientras pensaba la mejor manera de contárselo a Mamen, se encontró con un puesto de postales y decidió dejar las malas noticias para otro momento. Escribió las más sinceras palabras de amor que tenía escondidas en su corazón y metió en un buzón la postal que entregó a Mamen dos días después.

Cada año Emiliano viajaba a Santander y abría al mar su corazón para un amor que no era el suyo pero del que se sentía parte. Como Chavela, llorando por el altavoz aquella canción dedicada a Mamen e Isabel.

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