Nos encontramos en la Icefields Parkway, su traducción es «Carretera de los campos de hielo» y tiene su explicación. Los lugares que descubrimos entorno a ella son escenas postales. Una serie de montañas enlazadas entre sí, todas en sus cimas finalizan con unos esplendorosos glaciales. La Highway 93 termina a nuestra llegada en Lake Louise, una aldea ubicada en el Parque Nacional de Banff.

Una vez situados en el pequeño salón del albergue, se hacia la tarde en su fin. Nos dedicamos a charlar en la preparación de la ruta de mañana. Dejo en un solo instante la conversación, para acercarme a la terraza y contemplar los últimos rayos de sol que acarician el Glaciar Victoria. Cual carácter distintivo de la naturaleza en su conjunto reflejado en el homónimo lago, son una miscelánea de colores al igual que la belleza calla al silencio. Una vez terminado estos rápidos minutos, absorto como aparece la noche, empiezo a tener frío. Toco con mi mano la puerta entreabierta y entro nuevamente en el salón.

—¡Leo! Ya decidimos los picos. Haremos la ascensión del Monte Andrómeda y el Monte Athabasca. Comenzaremos por la lengua de hielo cercana a la Carretera 93, subiremos por la cara norte del Monte Andrómeda y nos dirigiremos hacia el suroeste a culminar el grandioso Monte Athabasca.

Todo esto me lo narraba Ángel cuyo énfasis era como si subrayara con el dedo índice de su mano derecha al igual que la tiza a una pizarra. El mapa estuvo a punto de romperlo.

—¡Te puedes tranquilizar!

Le grita Maica en un tono desapacible. Ángel inclina la cabeza en su posición cabizbaja.

—Por favor, pienso que os debéis de sosegar. Sé que estáis inquietos por el tiempo que llevamos intentando coronar estas dos cumbres. Pero hay que mantener la calma. Sabemos los tres que somos un gran equipo, y que podremos con estas dos bellas cúspides. Serán las treinta y cinco cimas que hagamos juntos.

Así nos despedíamos entre abrazos y risas a descansar, no antes sin faltar ese último brindis.

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Estacionamos la furgoneta en el parking. Nos cercioramos que el equipo de montaña está completo, y con tres grandes mochilas a nuestras espaldas; comenzamos a caminar.

Estamos en la morrena donde nos colocamos los crampones amarrados a las botas. Ahora, sobre la nieve, el sigilo en su cautela es aterrador. Meramente se escucha el rechinar de las puas con el duro hielo y la exhalación al despedir nuestro dióxido de carbono. Llevamos aproximadamente unas dos horas andando, sin tomar un pequeño buche de líquido, sin mordisquear ni una sola onza de chocolatina. Entre nosotros no hablamos nada. A veces nos indicamos algunas señales para eludir por sus bordes los llamados black hole. Estos «agujeros negros» son estremecedores al observarlos, el agua del deshielo cae al abismo desapareciendo a la vista y en su sonido como si fuera absorbida por las profundidades de las Fosas de las Marianas.

Por fin llegamos a pie de vía del Monte Andrómeda. Cogiendo un poco de oxígeno, estamos a unos seis grados bajo cero. Sacamos las cuerdas, los piolets, los arneses y todos tipos de utensilios para comenzar la ascensión. Abre la vía Maica, a continuación inicia su hermano y atrás de ellos sigo yo. Comenzamos a subir.

Después de unos cien metros de escalada, nos encontramos los tres abrazados al glacial cuyo sentimiento de complacencia en la posesión, llega a un éxtasis místico. Un silencio sepulcral se reverbera en el caudal corto del agua turquesa en su canto mientras desciende por la montaña.

Sin prevención ni previsión, la avanzadilla de un viento nervudo y cortante como una guadaña anunciaba ya el mal presagio. La sacudida violenta de la corteza y manto terrestre resquebrajaba el bloque de hielo que estábamos culminando. Nuevamente el seísmo volvía a repetirse; al mismo tiempo qué, lo último que recuerdo, era el paso de las dos sombras que me arrastraban detrás de ellas hacia el vacío.

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—¡Despierta Leo! ¡Despierta!

Escucho la voz de mi mujer Maica.

—¡Hemos llegado! ¡Lo hemos conseguido! ¡Estamos en la cima del Monte Athabasca! Has perdido la conciencia, pero Ángel y yo hemos podido arrastrarte hasta aquí. ¡Despierta cariño!

En estos momentos me encuentro muy aturdido. Tengo aún un sopor profundo. Sólo escucho. Instintivamente empiezo a retomar en mí, la reflexión y el juicio. Mis parpados están bloqueados por pequeñas agujas de hielo. El feroz aquilón septentrional lo sigo sintiendo en la fría, pálida y cándida piel. Nuevamente pierdo el conocimiento.

—Maica soy tan feliz, que no siento nada.

—Yo también Ángel. Pero aún sigue dormido Leo. No le puedo golpear y zamarrear más su cuerpo. Creo que está muerto.

—Ya le queda poco para despertar, solamente le ha dado un mal de montaña. Menos mal que el tiempo nos ha acompañado; nada de viento, un sol en su mayor grandeza. ¡Miras qué vistas Maica!

Un suspiro de agonía retoma mi consciencia. Un gemido se prolonga con una bocanada de aire. Abro los ojos. Me incorporo sentándome en la nieve. No siento frío ni calor, estoy totalmente seco y despojado. Sigo amodorrado y laxo. Intento ponerme en pie. Observo el bello paisaje y reconozco que estoy en la cumbre del Monte Athabasca. La luz brilla en su reflejo cuyo manto blanco sobresalta en su ternura. Empiezo a tomar camino y el silencio me da paz.

—¡Maica! ¡Ángel!—Grito en su ausencia dónde no existe el eco.

Camino; y camino cabizbajo. No aparece la noche, menos aún pasa el tiempo. Mi soledad me entorpece. No tengo hambre ni sed, tampoco me aparece la dolencia. Sé que estoy moribundo. Soy un espectro. Levanto mi cabeza y al fondo encuentro dos siluetas. Es Ángel, y también está Maica. Corro hasta llegar a ellos.

Indeciblemente nuestros rostros resplandecen. Nos miramos, nos abrazamos y estamos muertos.

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