La tentación de huir me galanteaba junto a su estrepitosa respiración.
Mis ojos se abrían en la oscuridad que arropaba la cama, mientras la vida que no tenía se balanceaba provocativa sobre mis pensamientos y mi sed. No podía dejar de viajar a través de ellos. La falta de amor propio y de orgullo habían deshidratado mi esencia, hasta tal punto que mi físico lo voceaba.
Como era de esperar, ante tal estruendo la gente recelaba. Mi respuesta nunca tuvo la avidez de ser sincera, siempre era la misma. Silenciaba mis confusas emociones y sostenía con palabras vestidas de seda que todo me iba muy bien. Y por si no convencía, perseveraba en que lo único que me pesaba bajo los ojos era el agotamiento del trabajo. Tras esto, sonreía, escondiendo detrás la presión de un monstruo que estaba consumiendo mi ser.
El estrés me apretaba en una talla más, mi pelo jugaba a desmoronarse como un dorado castillo bajo la intimidación de sus vecinos, y mi amor propio se ahogaba poco poco en una enfermiza relación de egoísmo. Había fines de semana en los que mi marido viajaba, y era entonces cuando mi alma enloquecía de remordimiento; no podía permitir ese maltrato hacia mí misma, sobreviviendo en esa cárcel como si hubiera cometido un crimen.
Los libres andares y risas de aquellas chicas que pasaban por la calle alcanzaban mi ventana. Mis pupilas, sin descanso, las analizaban hasta que desaparecían. Solamente entonces era cuando cerraba las persianas, haciéndome añicos con un whisky en la mano, deseando ser alcohol para no hacerme pedazos.
Recuerdo que, incluso en aquellos momentos, los instantes de lucidez no dejaban de visitarme. El apoyo de todos esos familiares y amigos cercanos engrandecían mis esperanzas, como una droga que llega justo cuando más te falta. La seducción de ese amor propio que seguía luchando me excitaba para llenar mis maletas y salir por la puerta de esa jaula. Las caricias de mis lágrimas sobre mi rostro eran suaves, cálidas y aterciopeladas. El reflejo de mi rostro apenas podía curiosearse; reflectaba tanta luz que cualquiera hubiera sufrido ceguera durante unos minutos. Y así fue, ciega de mi ansia de libertad me anestesié de esa indescriptible amargura. Si mis maletas no se desbordaron ante la plenitud del momento, yo sí.
El vestido más atrevido de todo el armario me lo pondría como símbolo de excarcelación al salir por esa puerta. Mis escondidas clavículas sobresalían queriendo alcanzar el pomo de la salida, mientras mis piernas, temblando sobre agujas, se reían. No podía parar de mirarme al espejo con ojos de murciélago, reconquistándome al momento.
Sin embargo, en este lujurioso momento, el teléfono sonó. Era él.
Las agujas que sujetaban mi peso parecían disiparse, y mis curvas cayeron al suelo. Tras esa llamada imprevista, el miedo se solapó de nuevo a mi cuerpo, mirándome a los ojos, gritándome: «Quédate.» Mi maleta se deshizo vertiginosamente, y mis lágrimas, frívolas y heladas, se convirtieron en punzante granizo, lapidando así mis inocentes pecas. El amor propio que había conseguido sobrevivir volvió a olvidarse de cómo seguir respirando, así que me ahogué.
La puerta se abrió, y se escuchaba el caminar de ese hombre que tanto decía amarme. Me vio con el gesto descompuesto, y me abrazó en un vago intento de unir todas mis piezas. Las tranquilizantes y cariñosas palabras que hechizaban mis oídos hicieron que mi tranquilidad volviera. Mis dudas, persuadidas, corrían desnudas a lo largo de mi nuca, recordándome al vuelo de un pájaro sin alas, que solo desea deshojarse por el cielo y desaparecer.
Se sentía afortunado de tener una mujer como yo a su lado. Sus agresiones, siempre exculpadas, querían ser enterradas en el más absurdo olvido con ramos de flores, escapadas románticas y bienes de lujo. Sin embargo, en mi interior solamente había un roto amor propio buscando que alguien lo salvara.
Sus manos me indicaron, de pronto, que iba vestida para la ocasión. En solamente dos días habría pensado en mi cincuenta veces. Su boca derrapó por todo mi «vestido de bienvenida». La puerta de casa se alejaba y el colchón se adaptaba a mi cuerpo, pero no a mi placer. Era entonces cuando el hechizo se esfumaba y mis dudas se vestían con armaduras, para luchar por mi libertad. Hundida en un mar con un oleaje imparable de dudas, escapé del colchón y me dirigí al vestidor.
La dureza de sus manos se enganchaba en mi pelo, sin dejarme avanzar. También se plegó en mi cara, en mis curvas, y en los moratones que, tatuados, no se iban de mi yugular. Cuando su juego terminó, el sueño no tardó en invadir su ser y se quedó profundamente dormido a mi lado.
La tentación de huir me galanteaba junto a su estrepitosa respiración.
Lo más ingrato de todo es que, a pesar de haber finalizado este viaje con el coraje de un león, sigo mirándome al espejo, y sigo sin ser yo.
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