Cada 17 de mayo, desde que tengo uso de razón, mi padre cogía su Chevrolet Silverado negra, montaba detrás a Nelo; su viejo galgo, recomponía su mochila con mudas para tres días, mandaba a mi madre que rellenara mi saco de tela con alguna ropa, y me llevaba de viaje.

Nunca sabía el destino, pero siempre me sorprendía.

Una vez incluso acabó borracho sobre la cama de un motel a las afueras de Arcoverde, los tres días, mientras yo aguardaba sentado sobre un banco de madera al amparo de un estrecho soportal pintado de rojo, con Nelo tumbado a mis pies.

En otra ocasión, la Silverado estuvo a punto de ser arrastrada entre el resto de cañas y ramas de las lluvias torrenciales que nos cayeron camino de Água Preta.

De tanto que usada la furgoneta, un año le falló y, de los tres, pasamos dos días buscando piezas para reponer aquel motor, cerca de Tabira. La verdad era que ya nadie usaba ese modelo, pero a él le servía para realizar sus trapicheos; llevar y traer fruta de las plantaciones cercanas. Ese era su oficio conocido.

Desde que tengo uso de razón, mi padre siempre me llevaba de viaje el día de mi cumpleaños, y aún no sé bien si era un regalo o una excusa.

—Un hombre debe conocer mundo —insistía.

Nunca repitió destino.

En casa siempre se quedaban aguardando nuestro regreso mi madre, Dona María, que era la abuela, Juzinha y Lulú, mis hermanas pequeñas.

Mi padre era un hombre alto, pelo corto, rizado, bigote bien poblado, manos enormes y una mirada que sacaba la sangre con sólo clavarte aquellos ojos negros; era difícil resistirse. Yo no le llegaba al hombro.

—Saliste a la familia de tu madre —me reclamaba a menudo.

Sin apenas despedirnos de nadie, aquella mañana, con camiseta negra de manga corta, vaqueros, playeras verde y amarillo y su sombrero de panamá, salimos bien temprano de casa. Como siempre, yo desconocía el destino.

A la salida de Recife, mi padre tomó la 232, camino de Caruaru.

De repente comenzó a hablar, a explicarme el sentido de la vida. Yo no entendía nada.

—Es tiempo de asumir responsabilidades —decía.

Dos horas después, paramos para comer un cosinha de galinha con una lata de Itapiva bien fría en un bar que encontró justo a la salida, en el cruce con la 104. Con el Silverado bien cubierto a la sombra, en el parking de un sitio llamado Tabuleiro, temí por un momento que aquello se alargaría, pero por fortuna no fue así; eso significaba que esta vez el destino estaba algo más lejos.

—Si nos quedamos más tiempo nos desplumaran el coche —me dijo mientras salíamos—. Con la carne de Nelo, apenas les llega.

A la derecha, marcaba Campina Grande, a la izquierda, dirección Maceió; pero no iríamos ni a un sitio ni al otro.

Mi padre continuó por la 232 y, más adelante, tomó el desvió a Garanhuns, la tierra de Lula. Él nunca fue de Lula. Mi madre, sin embargo, sí que le votó una vez. Nunca discutieron por ello.

Antes de llegar a Garanhuns, mi padre desvió la Silverado para entrar en Jupi. Dentro de la ciudad, se detuvo un rato junto a la Prefeitura.

—Debo entregar un mensaje al vice —me justificó.

Yo sabía que era mentira, que aquello era una excusa. Sabía de sobra que mi padre tenía varias queridas repartidas por el estado, a las que visitaba al menos una vez al año. No obstante, a ésta de Jupi la hizo salir bien joven hacia Recife, y consiguió colocarla de asistenta en casa de uno de los capataces conocidos. Mi madre conocía de sobra esa historia; el único que no estaba al tanto de que lo sabíamos era él. Infeliz.

—Que nunca le falte a mis hijos —fue lo único que le advirtió ella—. Que nunca le falte nada a mis hijos, Paulinho. O se te acaba la fiesta.

Mis hermanas y yo estudiábamos en colegios decentes, y yo comenzaría ingeniería informática el próximo curso, en la pública. Sabíamos que con el salario de mi padre no daba para tanto, que se ayudaba de algún extra, pero jamás lo preguntamos.

Mi padre respetaba mucho a mi madre, a pesar de ser tan pequeña; ella sabía hacerse valorar. Él pocas veces la contradecía. Mi madre lo admiraba, porque mi padre se hizo a sí mismo. Mulato. Un hombre sin complejos.

Mi padre era un enamorado de la música de su país. Le encantaban Gonzaguinha, Cartola, Adoniran Barbosa, Zeca Pagodinho y, recientemente, comenzó a sentir una pasión inusual por Lenine y Elba Ramallo. Su canción favorita era Trem das onze y, cantara quien la cantara, lloraba al oírla; mi padre era hijo único.

Después de cuatro horas de camino, cruzamos de estado y pasamos a Alagoas; era la primera vez que, conmigo, salía de Pernambuco. Más tarde Bahía.

—Sólo un ratito, para encarar la 110 —me advirtió, como si se estuviera disculpando—. Volvemos enseguida.

De regreso a Pernambuco, el río de San Francisco nos acompañó hasta Petrolândia. Cruzamos el puente con el agua a un lado y a otro; aquello parecía no acabar.

—En la central eléctrica trabajó tu abuelo, mi padre. Aquí murió.

Dentro de la ciudad, no paró hasta que llegamos a una casa de dos plantas pintada de rosa, rodeada con vallas blancas. Era una casa de putas.

Yo cumplía hoy 18 años, mi mayoría de edad; tal vez ese era el mensaje que quiso trasladarme durante toda la charla del viaje.

—Aquí me hice un hombre. Aquí tú también te harás un hombre —me anunció—. Pero primero hay que comer.

Y nos alejamos caminando hasta una cantina próxima.

—Papá, soy hombre desde hace años —le dije, mientras partía un trozo de carne de sol.

Él me observó de reojo con esos sus ojos negros, y siguió comiendo. Sonrió.

Nelo miraba desde la trasera de la Silverado.


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