Donde la tierra está más cerca del cielo

Donde la tierra está más cerca del cielo

Atravieso el África subsahariana, esa región del mundo donde la tierra está más cerca del cielo, y de repente se opera un cambio en mi interior violentamente. Una semana lavándome el pelo y el cuerpo con jabón lagarto ha bastado. Identifico el instante del cambio en el viaje de autobús que realizamos hasta Soroti para visitar al director de Médicos Sin Fronteras.

El vehículo es uno de esos desvencijados transportes de provincia. Me coloco en los asientos de atrás. Cuando está lleno todavía sigue subiendo gente. No cabe ni un alfiler. En el pasillo los cuerpos sudorosos se apelotonan de cualquier manera. Una niña enferma vomita a mis pies sobre el vómito de otro niño. La gente ni se inmuta y por poco la pisotean en un descuido. El sol cae recto desde las alturas en las horas más calurosas del día, el interior del autobús es sofocante, el efecto invernadero colapsa todos mis pensamientos y todas mis emociones, así que me concentro en ignorar el calor y rezo para que arranque ya. Estoy mareado y creo que me voy a desmayar, sudo litros de agua que no tengo, me estoy derritiendo, no se puede respirar, el olor es nauseabundo. Las personas que tengo prácticamente encima soportan este tormento todos los días y para colmo tienen que cargar con bebés y bolsas repletas. La mujer de delante compra un gallo muerto por la ventanilla y me lo planta en la cara. Juro por lo más sagrado que si sobrevivo a ésta, nunca más padeceré en vano. De verdad siento que voy a morir si sigo encerrado un minuto más en esta lata. Me acuerdo de las fotografías sobre traslados de judíos hacia los campos de concentración nazis en los vagones de los trenes de la segunda guerra mundial y me estremezco. Entra un hilo de aire por el ventanuco que tenemos encima y todos estiramos el cuello desesperadamente hacia la corriente redentora. Si tardamos más de diez minutos en movernos voy a tener un problema de verdad. Lucho con tantas fuerzas contra mi yo físico que siento cómo de pronto me volatilizo. Ya no siento dolor. El ruido, el olor y el calor han desaparecido. En ese instante se produce la transformación. Arrancan y resucito sintiendo poco a poco la vibración del autobús en los pies. Vuelvo a ser yo, estoy en mis carnes otra vez, pero algo ha cambiado. Ya no tengo miedo. Ahora comprendo el beneplácito de los africanos con el mundo que les ha tocado. Cuando estás encerrado y ya no tienes fuerzas para luchar, mutas hacia algo más leve, menos humano.

Me he olvidado de lo que era en Madrid. Lo que hacía y por qué lo hacía no me atañen en absoluto. Como cuando tengo hambre y duermo cuando tengo sueño. Obedezco a mi instinto. El cacareo de un gallo, los chillidos de los monos, el ladrido de un perro, el trino de los pájaros, el rasgueo de los grillos, el zumbido de los insectos. Me ducho con luz natural. Desayuno sin prisa un café ugandés exquisito. Salgo, me estiro y me invade un vigor reconfortante. La felicidad debe ser algo parecido a esto. Cada uno se entretiene con sus cosas. La pequeña Fathma deja de trenzar cortezas, se recuesta a mi lado y sin mediar palabra me dibuja una flor de gena en el brazo. Sico se duerme entre las piernas de Nuru mientras ésta estudia el examen de mañana. De vez en cuando me pregunta algo y abandono este diario para explicárselo. Niguana fuma. Hassan y Hussein bailan una canción de musical Bolywood. Dos amigas charlan. Omar piensa en sus cosas. Manolito enreda. Todos estamos tranquilos. Nadie perturba la armonía. Todo está bien. No hay nada que hacer salvo disfrutar de la vida. Las horas se deslizan por encima de nuestras cabezas sin que les prestemos atención.

Estas fiestas de existir son nuevas para mí. Se trata de una desvinculación con respecto al mundo desarrollado que me hace sentir francamente bien, como haber soltado un lastre pesado e incómodo. Al principio me angustia un poco confundir esta liberación con el vacío, me asusta pensar que este saco que he tirado por la borda está lleno de emociones y recuerdos sin los que me dirijo directamente al más profundo desarraigo. Me siento ligero al perder la noción del tiempo y libre de las ataduras materiales y necesidades económicas que hacen que vivir sea algo complicado, pero no quiero sentirme ligero de responsabilidades y de sentimientos, porque son los que me ayudan a estar cuerdo. El personaje de Marlon Brando en Apocalipse Now adquiere una dimensión más cercana para mí, un referente del extremo que no quiero rebasar ahora que sé que esta sensación es posible.

Recupero la impresión de haber vuelto a nacer, pero esta vez no me siento tan solo, porque las cosas importantes laten con fuerza desde la distancia, como un fuego intenso que marca el final del viaje, como la luz de un faro que me guía en medio de la tormenta. No voy a olvidar las mañanas de invierno escribiendo con la estufa en los pies, las horas que he pasado frente al piano, las cenas con mi amigo Juan Carlos, los análisis filosóficos con los que Pablo y yo hemos crecido delante de una cerveza, mi familia perenne y cariñosa, las tardes en el regazo de mi abuela, las caricias de mi hermana, dormir con Cristina entrelazados y sentir su cabeza en mi pecho al despertar.

Al final siempre queda el amor. Es así de simple, así de fácil, así de bonito, y me siento afortunado, porque gracias a ellos, gracias a él, me he salvado. En la casa donde nos hospedaremos en Watamu hay un cartel que proclama en inglés: “Love is enough”. Los niños acogidos por la ONG me lo demuestran cada día. Sico me abraza, sonríe, me cura con una mirada. Él sólo se preocupa de vivir aunque el mundo se esfuerce en ponérselo difícil.

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