En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso y que en otro momento, si cabe, me extenderé en relatar, tuve que viajar a Montevideo, ciudad en la que permanecí aproximadamente una semana; no se puede decir que fuese mucho tiempo, nunca hay tiempo suficiente si quieres conocer realmente un lugar, su gente, sus rincones, sus creencias, sus paraísos, sus tradiciones. Pero sí que fue un tiempo bien aprovechado ya que el uruguayo, al igual que el argentino (a pesar de sus aversiones mutuas) es gente proclive a la conversación, amena, entretenida y con un manejo del castellano realmente superior al que tenemos en la “metrópoli”.
En uno de los paseos que dimos desembocamos en la Costanera, el paseo que bordeando el Rio de la Plata abraza a Montevideo por el sur. La temperatura era idónea para el paseo, estábamos en el mes de Marzo, un Septiembre agradable en nuestro hemisferio, apenas se deslizaban unas pequeñas brisas por encima de la corriente y el tibio sol del final del verano hacía florecer infinidad de paseantes; olía bien o, al menos no olía mal como suele suceder en la ribera de la mayoría de los ríos a su paso por grandes ciudades. De eso íbamos hablando cuando una voz a nuestra espalda nos llamó la atención:
– ¡Che, pues claro!, ¿cómo querés que sea de otra forma?
Al volverme descubrí a un anciano sentado en un banco al borde del paseo que miraba con indiferencia al horizonte del rio. El hombre iba tocado con una boina que se me antojó más amplia que las habituales en España, pero sin llegar a ser una txapela. Llevaba una medio barba de varios días y, sobre todo me llamó la atención el grueso jersey de cuello alto que le hacía parecer altanero y orgulloso.
– Perdón, ¿habla conmigo?
– Pues claro, chiquilín, con los dos – respondió pausadamente – ¿Acaso ves a alguien más que pueda oírme?
– No…, ya…, es que…, en fin…, no comprendo – argüí evidentemente dubitativo.
– ¡Ta, ta, ta! Dejate de monsergas y no me hagas largar al mango que tengo la garganta cogida; ¿acaso creés que llevo este buzo por vocación? Ya me dijo la canaria al salir de casa: “si no vas al boliche llevate el buzo, no des chance al ronco”.
– ¿Y bien? – pregunté al ver que se quedaba callado – ¿Qué… me decía?
– Pues decía que es lógico que no huela mal en esta parte del rio. La basura está allí enfrente.
Ya había oído hablar del sempiterno antagonismo entre argentinos y uruguayos, de sus históricamente continuadas disputas ante cualquier asunto, no solo por temas futbolísticos, que también. En general los argentinos desprecian a los uruguayos y se sienten muy superiores, pero en este viaje estaba descubriendo que el sentimiento es totalmente mutuo y además, a ambos lados del Rio de la Plata te ofrecen mil y un argumentos que corroboran cada una de las versiones.
El viejo pareció adivinar mis devaneos, antes de que pudiera responderle añadió:
– No, no creás que es un comentario peyorativo. Yo no creo que los argentinos sean unos chorros y unos gilis como seguro ya te habrá largado la barra. – dijo guiñándole un ojo a mi mujer mientras sacaba el mate de una bolsa que tenía encima del banco – ¿Querés un poco de mate? – ofreció.
– No, no, gracias – contestamos al unísono.
– ¡Boludos…! – masculló entre dientes – Cómo decía, me parece que la concha de la naturaleza tuvo una pavada enorme con Argentina; el Rio de la Plata transcurre de norte a sur y al llegar a la frontera entre Uruguay, Paraguay y Argentina, vira al oeste y toda la porquería que arrastra se deposita al sur, allá enfrente, en Argentina, dejando la ribera del norte totalmente limpia. A más, a más, incluso las corrientes del rio arrastran los sumideros de Montevideo hacía el sur, en lugar de llevarlos hacía el mar.
– Para regocijo de los uruguayos – aventuró mi mujer.
– ¡Ta, ta, ta!, mirá bo, dame bolilla. Ya soy viejo y se lo que digo ¿sabés? Eso de la igualdad que tanto se farfulla y se le llena la boca a la gente es una auténtica pavada. ¡Nada de nada! – por momentos parecía que se enfadaba – No puede haber igualdad en el mundo porque todos somos diferentes y esa multidiferencia nos iguala ¿entendés?
La verdad es que el viejo había cogido carrerilla en el último monólogo y eso unido al marcado acento porteño, la diferente utilización de los tiempos verbales y lo peregrino de su argumento, nos había dejado una expresión un tanto atónita. El hombre se dio cuenta y soltó una carcajada para retomar nuevamente el hilo:
– ¡Che, boludos…! ¡No entendés nada! Mirad, hace muchos años se me chingó el hijo, mi único hijo. Jamás podrés imaginar mayor aflicción. Entré en depresión; nada ni nadie podía ayudarme. Vivíamos en un barrio viejo, pobre, cerca del malecón y nuestros vecinos y amigos eran de todos los colores y pueblos. Viendo el estado de postración que tenía, que incluso iba a perder el laburo, todos trataban de ayudarme. Yo era, deprimido y todo, altivo, orgulloso, antipático, no quería ayuda. “¡Cómo me vas a ayudar tú sucio negro famélico!”, le decía a uno, “¡quita de en medio chino ignorante!”, le soltaba a otro. Así uno por uno, deseché toda ayuda; al que era blanco porque ni siquiera era uruguayo; al uruguayo porque como me iba a comprender si no era de mi pueblo; al del pueblo con más motivo, no era de mi familia… Al final, viéndome solo, sin amigos, sin familia, caí en la cuenta de que no hay dos iguales, todos somos únicos, diferentes, extraños unos a otros, pero que nuestra existencia no tiene sentido alguno si no es en compañía.
El viejo se tomó un sorbo de mate, tosió un par de veces, se levantó y se fue.
MONTEVIDEO
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