Admito que soy neurótica y no hay nada que hacer al respecto; solo puedo maquillar mis aversiones.
Por años laboré en una transnacional, cultivé el arte del disimulo y fui ganadora de Óscares y Golden Globes, actuando con normalidad y compromiso.
Ser una empleada con motivación al logro me llevó a vivir una época de inmersión total. Debo mencionar con sobrado orgullo, que fueron días de máxima expresión artística; hasta logré atrapar un novio de otro departamento y casarme con él. Ciertamente la convivencia extermina cualquier enamoramiento, y mi esposo llegó a conocerme despojada de filtros, pero ustedes saben que los hombres son lentos en algunas situaciones; eso me permitió ganar tiempo para minimizar los daños.
Ahora que repaso tantos logros: premios por mérito, bonos y viajes, sigo pensando que mi desempeño fue solo comparable al de grandes divas del cine. Se me daba fácil parecer un elemento indispensable en la organización. Mis técnicas eran diversas; algunas veces solo fruncía apenas el ceño y fijaba la vista en las cejas del interlocutor, aunque estuviera pensando en la muerte o el lunar que me cambió de color en el último mes. —Por lo general vivía en un circuito cerrado de crispación donde negros escenarios me asediaban— pero allí radicaba la sutileza de mi arte; permitía que una pizca de esa turbación saliera a la superficie. La expresión resultante siempre fue relacionada con la actitud reflexiva de los líderes y el serio compromiso en los objetivos trazados, si a eso le agregamos creatividad para hacer rodar las cabezas de mis contrincantes, comprenderían cómo logré la primera gerencia regional en tres años.
Confieso que no lo vi venir. Después de una década, es común relajar la guardia… pero no es momento de trilladas excusas, supongamos, para ser justos, que había alcanzado cierto grado de incompetencia; quizás el trabajo en equipo se oscureció por tanto mimetismo forzado. Después de todo, el camino de la actuación en el área empresarial no tiene el brillo de Hollywood, pero es igual de reñido.
Realizar mi trabajo exigía diferentes niveles de histrionismo. Estaba el básico: muy útil para fingir genuino interés en las necesidades del cliente e inflar mi entusiasmo durante los brainstorming de planificación estratégica.
Si el caso lo requería, empleaba el “Stanislavski”, necesario para mostrar temple al recibir las puñaladas de competidores desleales o de mis propios colegas. Creo que aquí puedo incluir la reunión semanal de seguridad, donde nunca pude decidirme entre escarbar en mi personaje o salirme del cuerpo, pues se efectuaba en una oficina minúscula presidida por un ingeniero de halitosis legendaria que nos hizo bautizar el cubículo como “La cámara de gas”.
También merezco algo de reconocimiento por el dominio de mi expresión facial cuando me contaban el secreto del día. No crean que es fácil exhibir neutralidad cuando se escucha una confidencia y al mismo tiempo se combate el lado oscuro. Lo otro que demostraba mucha escuela, era sublimar mi desesperación por hacer mutis, cuando me encontraba con la gordita de finanzas y su chapa de “Si quieres perder peso, pregúntame cómo”, cuya temible habilidad era la de siempre conducirme al tema de la membresía.
Pero donde alcanzaba un rango “Merylstreep”, era en todas las actividades que exigían un contacto directo con el vulgo: ocasiones usadas como bandera por una compañía que necesitaba publicitar con actos filantrópicos su misión y visión libre de pecados.
La consigna era establecer fuertes lazos con la comunidad. A ningún empleado que quisiera destacar le convenía escaparse de esos eventos. Por lo que tuve que sembrar arbolitos y participar en limpiezas de parques en la que escaseaban los guantes y sobraba el excremento. ¡Cómo olvidar las entregas de regalos! Días del trabajador, la madre y el niño, eran padecidos por mí con terror cíclico; solo alguien con lobotomía puede lidiar con una multitud de infantes arrebatados por el azúcar. Tampoco podré sacar del subconsciente el caótico bautizo de mascotas donde sujeté una boa, ni los maratones en los que corrí y salí destruida por el sudor y la disnea.
Por eso cuando fui llamada a la oficina del director ejecutivo, no anticipé lo que vendría. Mi jefe lanzó un largo preámbulo de filosofía corporativa y principios Deming que poco a poco me produjeron la conciencia tardía de mi despido. Luego transitó los vericuetos de la autoayuda, pero sin atreverse a soltar el macabro anuncio. Sus palabras eran una sucesión automática de sentencias que me hizo recordar la película The Matrix; donde ni los personajes entendían lo que se estaba diciendo. Yo lo seguía escuchando con un rostro que parecía impregnado de Botox mientras estudiaba mis opciones.
Aunque pude revertir mi status desechable, preferí alejarme de tan odioso elenco, igual reclamaría justa indemnización por mis años de entrega. Así que interrumpí a mi jefe cuando ya estaba en una suerte de monólogo del coronel Kurtz, y decidí interpretar a una villana con claras referencias a Phyllis Dietrichson, la enfermera Ratched y la inolvidable Annie Wilkes; ellas trazaron la senda.
Le recordé mis tiempos de novata en control de calidad, y reflexioné en voz alta de cómo esa breve pasantía me había expandido la percepción del mundo. Bastó mencionar el mapa de los vertederos y el control de desechos para que el sujeto enmudeciera. Desde que puedo he tenido la manía de tomar notas, secuestrar documentos y fotocopiar todo lo que podría ser “material sensible”. La última media hora la pasé negociando los términos de mi retiro con doble indemnización más dos años de salario.
Transcurrieron cinco meses en los que no logré adaptación. Me resultó excesivo tanto bienestar por no tener que sonreír ni mostrarme positiva. No estoy capacitada para sentirme en paz o feliz; un verdadero neurótico hiperventila de solo imaginarse recuperado. Tenía que volver al trabajo.
Hoy, cuando ya tengo una semana en mi nuevo despacho, estoy descubriendo un arsenal de posibilidades. Creo que el desafiante escenario de la administración pública me brindará nuevas destrezas.
Fin
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