Un hombre pequeño

Un hombre pequeño

Santiago Elena

19/06/2016

Sebastián espera con las manos detrás de la espalda y los ojos clavados en el ventanal. Le sorprende el tamaño de la terraza de más de 20 mts de largo que cae al vacío sin baranda y asiente varias veces con la cabeza como para exteriorizar su admiración. El Presidente se está demorando. Pero es normal en la ciudad de los atascos. Él mismo casi llega tarde a la entrevista una vez que logró de milagro escapar de ese laberinto orgiástico de brazos, hombros, caderas y torsos apretujados en el que tuvo que pasar más de dos horas de pie: un autobús que se movía casi a paso de hombre. Pero la demora del Presidente le viene bien. Le da tiempo para dejar de sudar y de hacerse un poco con el lugar. El despacho es enorme y está muy ordenado. A su vista destacan dos fotos de los hijos del Presidente y las tetas de su secretaria que de pronto han aparecido en la terraza masticando la punta de un lápiz. Dentro del despacho hay una especie de sonido vacío, como presurizado. ¿Será mejor esperar de pie o sentado? ¿Mostrar relajación o actividad? ¿Cuál sería la primera impresión visual que el Presidente debería llevarse de él? Sebastián se lo piensa en serio, quizás para evitar que ocupe espacio en su cabeza ese pensamiento que últimamente se le aparece  en cada entrevista: que ésta será la entrevista más importante de toda su vida. Este pensamiento, paralizante y negativo, viene siempre acompañado de taquicardia, al tiempo que su boca absorbe toda su saliva como tierra sedienta. Sebastián quiere comprobar qué tan seca está su boca, provocando con sus labios un chasquido como de pájaro amazónico. Entonces la puerta se abre de golpe: -¡Buenas tardes!- Y enseguida siente las  manos del Presidente rodeando cálidamente la suya; y se ve iluminado por su sonrisa enorme, perfecta, política, al tiempo que lo envuelve su perfume sofisticado y a la vez familiar. -¿Cómo está usted!? ¡Disculpe la demora!- suplica el Presidente. -¿Un café? Si toma lo acompaño. Pero antes, antes me va a perdonar de nuevo que necesito entrar al baño a sacarme todo esta..-el Presidente termina la frase dentro ya de su baño privado. En esos pocos segundos el Presidente le ha maravillado. No es como lo esperaba sino mucho más formal, con su corbata impecable y su pelo engominado. Es más joven que él, y tiene su misma altura.

Así que de repente todo ha cambiado. Se siente cómodo y entusiasmado. Es (no puede saberlo) lo que provoca en las personas el carisma del Presidente. Un efecto embriagador, inexplicable, sobrenatural. Un poder real, como de mutante, que el presidente regula a piacere cual hipnotizador de teatro, y que lo ha llevado a la cima de su profesión más que cualquiera de sus otras capacidades. Sebastián es feliz. Llanamente. Tiene la sensación -y no le teme a su alegría- de que este será el comienzo de una larga relación laboral y vaya ¿por qué no? de amistad. Y ese perfume ¿Es un Hermes, un Loewe? Sería fantástico poder acertar y comentarlo, realmente muy apropiado. Siente una urgencia indescifrable, una esperanza injustificada.  

El Presidente sale del baño con un toque más de frescura, quizás se haya remojado la cara. Ni una gota de agua fuera de lugar y la corbata perfectamente acoplada a su cuello.  -Sentémonos aquí, Sebastián- propone el presidente señalando una mesita redonda para dos que los postula como iguales. Entonces empiezan las preguntas. El Presidente empieza con cortesías del tipo cómo ha sido el viaje a la ciudad y en qué hotel ha elegido hospedarse; para seguir sin preámbulos indagando en la dilatada experiencia de Sebastián en el campo de Nuestro Negocio y en qué proyectos ha participado. El Presidente frunce el ceño y asiente lentamente cuando escucha. Quiere que Sebastián sepa que escucha. Y luego de unas cuentas preguntas que Sebastián sortea sin problemas, habla. Y habla mucho. Habla de cómo estaba la compañía cuando le pidieron que sea el Presidente y de los muchos logros de su gestión. Menciona números con sus decimales, el antes y el después. Hace una lista de los países y ciudades conquistadas bajo su generalato. Rememora con seriedad desiciones difíciles pero necesarias. Vaticina proyecciones futuras. Y aquí llega la parte que más le interesa a Sebastián. El futuro. El Presidente demuestra ahora una pequeña flaqueza, no es una máquina al fin y cabo. –Verá…me está costando encontrar a La Persona…digamos…adelantada, con una visión clara y sólida…” Y Sebastián siente entonces que esta vez sí será. Que está hablando de él. Que lo que está escuchando es un preámbulo, el discurso de apertura que anuncia el fin de los 587 días que lleva sin trabajo. Las palabras con las que rememorará la anécdota en la que se convertirá este día. El comienzo del fin del oprobio; de la angustia y la necesidad. Estos pensamientos casi no le permiten escuchar, pero sigue escuchando…”Esa persona que tenga claro cómo será Nuestro Negocio en el siglo 21…A eso me refiero. Usted tiene mucha experiencia, una buena formación. Y talento. Pero no podrá negar que su perfil es un poco…clásico. Así que dígame, Sebastián, convénzame. Soy todo oídos. ¿Cómo será nuestro negocio en el siglo 21? 

Sebastián camina solo hacia al ascensor. El Presidente se excusó vagamente por tener que despedirse en la puerta de su despacho. Las oficinas se han vaciado, y él vacila sobre si va por el camino correcto a la salida. Tiene además la extraña sensación de que el hombre del que se despidió era mucho más alto que al principio. 

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