Anagnórisis Tardía

Anagnórisis Tardía

Luca Raimondo

19/06/2016

Se busca personal dispuesto a todo, remuneración acorde a las tareas a realizar.

Viernes en la noche. Un sobre se deslizó por debajo de la puerta de su departamento. Apenas lo vio corrió a abrir pero no encontró a nadie.

El trabajo siempre fue así. Sin horas, sin días, sin descansos.

Canceló sus planes para la noche y se sentó a estudiar el material.

Abrió el sobre con cuidado de no arrugar el papel ni rasgar la solapa. Al sacar la ficha recordó una vez más la mañana de domingo, veinte años atrás, cuando abrió el periódico y leyó el anuncio.

El sobre contenía la información de siempre: foto, nombre, apellido, edad, dirección, horarios de rutina y observaciones.

Le pareció un caso fácil. Hombre de setenta y cinco años, vive solo, no tiene familia y sigue su rutina con rigor: sábado de mañana visita la biblioteca y por la noche pasa por el club a tomar un copetín. Domingo por la mañana pasea por la feria y cuando llega a su casa se encierra a mirar televisión.

Guardó la ficha, sirvió un vaso de ron y se quedó un rato mirando la foto.  Se creyó capaz de resolverlo para antes del domingo.

No existe el temor a lo necesario, eso es miedo irracional. El temor existe en lo contingente, lo evitable. Nadie teme a la muerte. Lloran de miedo.

Tragó despacio y empezó a escribir en el cuaderno. Él no trabajaba para la víctima y mucho menos para el hombre que deslizaba los sobres por debajo de su puerta. Él trabajaba para la policía, para la prensa, para los investigadores.

Nadie está dispuesto a todo por un trabajo, pero los años de servicio lo habían convertido en el mejor en la tarea. Hasta los movimientos de su mano sobre el papel desbordaban una minuciosidad impoluta.

En sus décadas de oficio sistematizó las tareas paso a paso en un método perfecto. Primer paso: el cuento.

En el cuaderno sin renglones se va dibujando la trama, toman forma los personajes, los escenarios, las relaciones, los miedos, las certezas. En un momento todo se trasluce del papel, entonces es como un grano a punto de reventar. El cómo, el cuándo y el porqué. Todo es evidente y se revela la naturaleza inevitable de su aparición. Con el cuento escrito, lo que queda es fácil.

Media carilla. Éste fue uno corto. Dejó el vaso vacío en la pileta, la botella en la repisa y se tiró en la cama.

En la oscuridad del living resplandeció el cuaderno sin renglones. Las palabras asesinadas a tinta quedaron inmóviles para siempre, nunca más ideas flotantes en el silencio de las cabezas. Y sin embargo, desde el silencio de la habitación, parecieron vibrar en un plano de tiempos y espacios de otra escala. Parecieron temblar en el papel, dejando su última fuerza, el último resto. Y gritan;

Sábado por la mañana, el viejo se levanta temprano y desayuna una manzana mientras camina a la biblioteca. Pide una antología poética de Lorca y se sienta a hojearla en la sala de lectura.

A media mañana, volviendo a su casa, pasa por la tienda y compra lo que le falta para el almuerzo.

Termina de comer y prende el televisor para ver el informativo. La casa es chica y tiene olor a humedad. El piso tiene hundimientos que hacen parecer que todos los muebles están a punto de caer.

En la media tarde se prepara un té y sale de pantuflas a regar las plantas. El frío de agosto delata al vapor subiendo de su taza.

A la noche se baña y come el plato que dejó preparado del mediodía. Limpia la casa y sale al club.

Cerca de la medianoche y con unas copas arriba vuelve a su casa. Su cuerpo está cansado y pierde el equilibrio con mayor facilidad. Pierde un minuto en la puerta intentando meter la llave en la cerradura.

En este punto del cuento levantó la mirada del cuaderno y se detuvo. Un trago de ron y sintió cómo nadie estaba esa noche en la cuadra del viejo. Nadie en la puerta de la casa, a oscuras. No es suficiente. Continúa:

El viejo entra a la casa y no tranca la puerta. Pasa por la cocina y come los restos de la cena. Pasa por el baño y se acuesta.

De la oscuridad no sale nadie, nadie atraviesa la ropa colgada y entra a la casa, nadie atraviesa el living y la cocina para entrar a la habitación del viejo.

En la mañana del domingo mientras la policía técnica escribe el acta no hay nadie en la casa, nadie escucha lo que dicen.

Hombre de setenta y cinco años, vive solo y no tiene familia. Muere por causas naturales.

Otro trabajo impecable. Sin testigos ni evidencia, sin investigaciones ni periodistas ni titulares en los medios. Sin delito, sin móvil, sin víctima o victimario.

La culpa, el miedo o el estrés son la condena de este tipo de trabajos, sin embargo él nunca sintió eso.

Su mirada sentenció la muerte de cada víctima al sacar su fotografía del sobre. Horas más, horas menos, su pluma escribió el destino. Su estómago nunca lo traicionó cuando tuvo que hacerse parte de la historia.

Sin embargo en la máxima culpabilidad, lo corrompe su ego. El espejo ciego de sus acciones. Los montones de novelas negras que amontona en su placar, huérfanas de autor. Obras anónimas con las que no puede hacer más que publicarlas en un concurso de cuentos.

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