Los mon chéri del señor Pardiñas

Los mon chéri del señor Pardiñas

Nataliya Kolesova

19/06/2016

 Sabía que ese viejo me quería matar. Como cada domingo Pardiñas entró en el bar. Yo no lo vi ya que estaba tras la barra, arrodillada, limpiando una cámara frigorífica sin guantes. Me gustaba limpiar con las manos desnudas con lejía por su olor que te impregnaba durante horas, ese olor proletario, ese olor que heredé de mi madre. Incluso acostada en la cama me olía los dedos, como aquel fumador que se deleita del perfume del tabaco en sus manos, y por un momento no notaba mi propio hedor a fracaso.

Me producía sarpullidos entre los dedos y resquebrajaba mis uñas pero era mi penitencia, mis estigmas, mi marca de pobreza. Manicura de la miseria que llevaba con la cabeza alta.

Atareada, pasaba un trapo por las paredes de la cámara, con el cuerpo metido hasta el torso dentro. Los vapores de la lejía subían por la garganta, quemándola, hasta paliar por un segundo ese nudo de angustia dentro del pecho. Ay, el mareo, el dolor, el consuelo y ese leve ruidito a motor: mi santuario.

-Niña ¿Me sirves?- exclamó Pardiñas.

-Sí, señor- grité como un autómata sacando mi cuerpo del frigorífico.

Lo de siempre: un vino tinto. Pardiñas era una hombre de rutinas, cada domingo venía a la misma hora, con su traje impoluto, sombrero de ala y su “ la vanguardia” doblada bajo el brazo. Se pedía su vino tinto y se sentaba a leer el periódico durante horas, en silencio. De tanto en tanto sacaba una pluma del bolsillo  y anotaba algo en el borde de la página. Cada vez que me acercaba a curiosear el viejo tapaba sus apuntes con la mano. Sin miradas celosas, sin acritud, simplemente posaba su mano sobre sus reflexiones.  Pero he aquí su costumbre más siniestra, la que me aterraba profundamente: Después de pagar su copa, siempre dejaba un paquetito de tres mon chéri en el platillo a modo de propina. Luego se quedaba quieto, mirándome fijamente, mientras yo cogía los bombones y le daba las gracias. Pero él no se marchaba, con una sonrisa se quedaba en la puerta esperando a que yo abriera el paquete. Con las manos temblorosas pasaba los dedos por el envoltorio, buscando alguna manipulación, un pinchazo de jeringuilla o un corte sospechoso. Nada.

Cuando me metía el bombón en la boca y masticaba de forma pesada, Pardiñas se daba por satisfecho y se marchaba. Así dejándome vía libre para escupir el chocolate a la basura.

Y no me tratéis de loca, Pardiñas era sospechosamente limpio, sospechosamente solitario, sospechosamente silencioso. Era el prototipo de hombre que sale en la tele, del que los vecinos hablan maravillas, pero resulta que por las noches dejaba latas de cocacola envenenadas en las máquinas de las estaciones de tren o como aquellos enfermos de sida que van por el metro cortando a los parroquianos con cuchillas de afeitar previamente untadas en su sangre. ¿Por qué no me iba a tocar a mi un psicópata así? ¿Alguien me puede explicar la razón de sus bombones calientes y ablandados por su calor corporal? ¿Por qué no dejar unos duros cómo cualquier hijo del señor? No seamos ilusos, ese tipo de cosas les pasa a la gente vulgar como yo y yo tan solo soy una camarera que le gusta colocarse con lejía.

Me lo imaginaba en calzoncillos y con esas ligas sujeta-calcetines, planchando su camisa, vistiéndose con ceremonia, sacar un fardo con las ampollitas de veneno y inyectándolo a mis mon cheri.

Un domingo, sin embargo, mientras estaba apuntando algo en el borde de “la Vanguardia” le sonó su anticuado móvil. Salió a atender la llamada y yo me abalancé sobre el periódico.

“PARSIMONIA, PARSIMONIA, PARSIMONIA”

Una columna con la misma palabra repetida una y otra vez, escrita con una letra redondita e infantil. Miré la página entera y vi que en un artículo la palabra “parsimonia” estaba subrayada. En todas las páginas igual: “IRRELEVANTE” “ PAVOR” “PAULATINAMENTE” “HERRUMBRE”

Entonces Pardiñas entró y yo disimulé ocultando mi sonrisa, satisfecha de haber descubierto el secreto de su analfabetismo. Luego lo de siempre, los bombones, su sonrisa macabra y mi tortura.

Al domingo siguiente entró diferente, más despacio y sin el periódico bajo el brazo. Solo llevaba un papel doblado. Se sentó y pidió el tinto, me miró a los ojos y me alargó el papel.

-Niña ¿me puedes mirar esto? Lo jóvenes de hoy sois gente leída y no quiero quedar como un burro.

Abrí la carta:

Hija querida, mi pequeña:

Te escribo para decir algo doloroso que no te dije por teléfono por pavor. Paulatinamente me voy, me apago y este cuerpo ya no quiere seguir conmigo, se marchita y se convierte en herrumbre. Me voy con parsimonia, sin dolor, sin temor. Me queda poco tiempo, irrelevante cuánto exactamente…

Levanté la mirada del papel.

-Es para mi hija, hace años que no nos vemos, es una larga historia. No fui un buen padre, lo sé. – dijo.

Volví a la carta, le corregí algunas tildes y le dije que estaba muy bien escrita sin confesarle que era pomposa y poco natural.  Al devolvérsela escondió su cara sonrojada, dobló el papel, pagó la copa y me dejó un grosero euro en el platillo.

-¿Y mis bombones?- dije.

-Perdona niña, pero hoy no fui al quiosco, ya no necesito más palabras- y desapareció sin volver nunca más. 

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