Para no olvidar dónde trabajo

Para no olvidar dónde trabajo

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Cristóbal entra en el despacho donde tecleamos Marta y yo. Lo que llevara en mente para decirnos no llega nunca a su boca, abierta de repente de par en par. Dejamos de teclear y le miramos, algo molestos porque nos distrae del trabajo. Cristóbal señala sin hablar con la cabeza, en dirección a la ventana; Marta y yo nos giramos hacia lo que le ha hecho enmudecer. Como si el aire mismo se hubiera incendiado, el plátano inmenso, entre las dos alas del edificio de la Facultad, ha virado al rojo. Es ese instante exacto en el que las miles de hojas no parecen aún enfermas, envejecidas o débiles, tan caducas como la propia palabra caduco, sino desafiantes, orgullosas de haber escogido este nuevo color, este pigmento de óxido para los frescos de su catedral viva. Seguimos callados mucho tiempo; Marta y yo asentimos con tristeza ante nuestra propia estupidez, que nos podría haber llevado, de no ser por Cristóbal, a no ver siquiera al gigante en su último y fugaz esplendor enrojecido, a no ser testigos de la bellísima muerte anual del árbol erguido entre los muros. Dentro de poco el gigante notará que no llega a sus hojas la sangre blanca, con los nutrientes recogidos a decenas de metros, en la oscuridad húmeda hacia la que se orientan sus raíces, como un niño ciego hacia un plato especiado. Dentro de poco este árbol rojo será un árbol que agoniza; pero hoy, exactamente hoy, no.

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El otoño seguirá haciendo al otro lado de nuestra ventana su labor de taxidermista; nosotros seguiremos tecleando informes y calificaciones, como si los días fueran de verdad iguales entre sí, y por tanto sin importancia; como si también a nosotros una enfermedad sin nombre nos estuviera sustituyendo, como al árbol, el alma por un tejido de cuero quebradizo.

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¿Cómo contestaría si me preguntaran dónde trabajas? La UNED, diría; junto al Puente de los Franceses, diría quizá. Pero no junto a un jardín inglés bellísimo. No contestaría así porque en realidad no lo sé. Hay cosas que se saben y se dicen, y otras que también se saben, pero igual que si las hubiéramos olvidado. Sé que moriré un día; que otro día, si todo va bien, no le haré mucha falta a mis hijos; o que mi madre me ha querido cada uno de los segundos de mi vida. Cosas frágiles, vitales, a las que no presto atención.

Sé que trabajo en un lugar verde, allí donde Madrid se detiene a regañadientes ante los gingkos y cedros del Parque del Oeste, ante los pinos ­­­­–que dudan si son un bosque– de la Casa de Campo. Trabajo en un lugar bello, pero no sé bien a quién se lo debo. Si trabajara en un lugar feo, como todo el mundo, achacaría mi probable tristeza reiterada a muchas cosas, o a mí mismo: jamás a los árboles ausentes.

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3

¿Qué es un jardín inglés, como el de mi trabajo? Curiosamente, en Inglaterra no hay muchos, y no allí los llaman así. Reflejaban la idea romántica de una Naturaleza intacta: irregulares, con malezas y especies aparentemente superpuestas, sin itinerarios señalados. Llamaban al más grande de sus diseñadores Capability Brown. Lancelot, su nombre real, decía siempre a sus clientes que su terreno tenía “posibilidades”, capability. Hablaba de sus jardines como lo haría un escritor: «Aquí pongo una coma, allí, donde hace falta interrumpir la mirada, pongo un paréntesis; allí le doy fin con un punto, y comienzo otro tema”.

El jardín francés ofrece en cambio un paisaje milimétricamente controlado. Así imaginaba el mundo el Rey Sol, y así quería verlo cuando sus criados abrían los balcones de Versalles: caminos nítidos entre árboles podados obsesivamente, la simetría como tortura constante a los arbustos.

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Los jardines ingleses se parecen a los bosques: no son planos, como los otros, tan domesticados que se avergüenzan de no ser óleos, sino que tienen capas, pliegues. Arriba los árboles, aferrados a ellos las trepadoras, y debajo los arbustos, las hierbas, las rastreras, pegadas a la tierra, y más debajo aún el micelio de los hongos, los microbios que intercambian con las raíces minerales por azúcar, como mercaderes invisibles e insustituibles de la vida.

Ahora miro por la ventana y me pregunto si aquí dentro, en la Facultad, no habremos construido nuestro propio jardín francés de la memoria, con las estanterías ordenadas alfabéticamente, con archivos y pasillos por los que no cabe perderse, con nuestras palabras tan meditadas y precisas que nunca decimos nada importante.

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¿A quién le debo mi jardín inglés? A Javi, seguramente: nuestro jardinero es un tipo fuerte y serio, en camiseta aun en los días más crudos del invierno. Javi me enseñó, con un secreto orgullo, sus montones de compost cuando yo también quise aprender a hacer tierra con basura. Él me enseñó que ese compost, con el que repone la fertilidad de nuestro jardín, es el producto de billones de bacterias y hongos y diminutos gusanos, que calientan al alimentarse el centro de la pila hasta que quema al tocarla. Y así tejen la tierra oscura que da vida: Javi sólo los convoca.

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El compost está detrás del edificio, donde nadie salvo Javi (y yo) miramos nunca. Siempre hay algo o alguien que no vemos, y que hace posible todo eso que otros proclaman con soberbia. Esa ignorancia es más dañina que el desagradecimiento. A veces son mujeres olvidadas que nos cuidan, otras veces gentes de lugares lejanos que hacen nuestras ropas o cultivan nuestro alimento; siempre plantas o animales que desgarramos sin un segundo de compasión.

Somos como peces que desconocen el milagro que es el agua. La laguna, cada día vertical de la estación seca, va perdiendo una parte de su extensión, hasta que sólo queda una mezcla densa de algas y barro que les asfixia lentamente, sin ningún rencor, tan ciega como ellos.

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