Otra mañana se levanta en el cielo aullando. Los párpados se abren lentos como valvas. El cuerpo inmóvil, el rostro pétreo, la mirada ausente; como muerta. Y un suspiro surge lento y pesado desde un pozo profundo y lejano en el tiempo. Hoy es un nuevo día.
Una ducha a desgana, los dientes cepillados por rutina, unos tejanos con una camiseta blanca. Algo simple, plano y cómodo antes de un café, quizá con demasiado azúcar, sorbido con premura y fe ciega. Café solo.
Billetera, llaves, móvil, tabaco,… El mantra diario antes de salir por la puerta de la casa revuelta de desidia.
El hombre pedalea raudo entre el tráfico de la ciudad contra el viento que quiere terminar el trabajo del primer café en sus ojeras. En los semáforos en rojo observa la vorágine de la vida en la jungla a las ocho de una mañana estival. Un enjambre anónimo que llega tarde al trabajo, descarga mercancías, lleva a los niños al colegio, negocia a gritos por el móvil o ríe de camino a clase. Inadvertidas células de un depredador leviatánico ávido de progreso. Definitivamente el hombre se siente ajeno. Un cuerpo extraño en un organismo colosal.
–Si hoy no voy… –Último semáforo antes de llegar. Impertérrito, aleja la cuestión del mismo modo que cuando de vuelta a casa, reventado y a horas intempestivas, siente esa urgente necesidad de sentarse en cualquier lugar. Simplemente sentarse; parar.
-Hay que seguir, hay que seguir.
Barnizada de una superficial pátina de cordialidad la oficina es una plácida sabana bajo un cielo azul. Pero entre la alta hierba, la mirada atenta de un entomólogo revela las implacables leyes que rigen la depredación y el parasitismo. Poco espacio hay para los débiles.
El pequeño fortín del hombre es un lugar olvidado en el que la inseguridad y la irrelevancia crecen voraces como la maleza. Parapetado tras su ordenador, comienza las tareas rutinarias que le pagan el alquiler y secretas borracheras. Tareas que a fuerza de años ha logrado sistematizar hasta la náusea. Trabajo de trastienda «absolutamente trascendente» para la organización, invisible para los que la componen. Es cuanto queda tras años, demasiados, de inadvertida pero inexorable degradación laboral nutrida por un miedo infundido hasta la médula.
La sonrisa cuesta hasta el punto del fallo muscular. La paciencia, constantemente a prueba, es un cabo tenso y chirriante. El hombre que se siente ajeno está también cansado. Un cansancio que no es físico ni mental, que es puro tedio de seguir el enloquecido ritmo de los frenéticos tambores aporreados por un mundo voraz de proactividad y sinergias, de aplicaciones y crecimiento constante. El hombre puede oír el tam-tam, cada vez más rápido, cada vez más alto, cada vez más fuerte.
-Hay que seguir, no hay alternativa. Hay que seguir- repite el mundo.- Si no sigues, si no puedes seguir… -Y el hombre sabe que no puede seguir. No sabe hacia dónde danzar. Nunca ha logrado aprenderlo. No hay culpables. Simplemente es así. Un apéndice vestigial en un organismo que muta demasiado rápido.
-Hace tiempo que debería haberme ido- se lamenta en silencio el pez atrapado en una menguante charca bajo un inflexible Sol.
-¿Y a dónde ibas a ir? –Responde una voz oscura y burlona desde un lugar ignoto de una lejana infancia. La voz gutural de un ambiguo miedo que gobierna las riendas de tantas vidas. –Es tarde, no hay tiempo. Ya no hay tiempo para ti.
Pudo haber sucedido hace una década, quizá la semana anterior o posiblemente dos años más tarde. Pero es ahora, y no en otro momento, que de repente el hombre despierta, esta vez de veras, a una vida vacua; la suya. Se pregunta dónde ha estado todo este tiempo. Los mejores años evaporados como el agua. El pez boquea en la charca que mengua. Nada construido, ningún camino por el que virar.
-Estás tocado- murmura y ya siente que el cabo colapsa. Y mira el dorso de sus manos tayloristas, vestigios de un mundo que desaparece. Trata de apartar la vista de las primeras manchas de la edad. Porque hay que seguir, hay que seguir… Siempre le dijeron eso. Y busca un horizonte más allá de la ínfima charca tornada en lodazal que es su escritorio y lo que queda de su vida y sólo acierta a ver a sus compañeros de oficina. Depredadores jóvenes y adaptados, ávidos de éxito. Filas de dientes resplandecen en sus sonrisas. Merodean alrededor de la charca. Y el hombre cree atisbar su propio reflejo en sus miradas desdeñosas. Un pez exhausto, medio ahogado bajo el Sol, terriblemente enfadado con la vida que se ha ido, sin ganas para la vida que le resta.
Y la angustia se levanta en su trono, fuerte como nunca. Una deidad terrible que tiende su mano, atenaza el pescuezo del hombre y le arranca de su sitio. Y él toma su billetera, sus llaves, su móvil y su tabaco y al grito de “he de salir de aquí” salta de la charca con ojos desorbitados empañados por las lágrimas.
Por un momento el silencio se apodera de la sabana. Después llegarán los gritos de las bestias mientras con fuerza el viento acaricia por última vez las ojeras de Andrés, el hombre, que contempla cómo se alejan vertiginosamente las nubes plácidas y libres que surcan el cielo azul. El cielo inmenso sobre la sabana.
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