Hamid Travelsi era un reputado dentista proveniente de una acomodada familia tunecina. Desde su nacimiento su destino estaba sellado. Sería médico, juez o ingeniero. Su inclinación a hacer el bien a los demás le indujo a elegir la profesión de dentista, bien remunerada, bien considerada socialmente y de libre ejercicio. Cursó estudios en París, y al término de estos abrió su consulta en Túnez capital. En Francia acarició las mieles de la seducción y la desenfadada exhibición de sentimientos a sus objetos de amor. Otro gallo le cantaría a la vuelta a su país natal, en donde esas demostraciones se consideraban estrictamente dentro del ámbito privado. Como fuere, se afanó en reducir esa brecha afectiva que había surgido en su corazón y se consagró a sus pacientes en cuerpo y alma. Los curaría con amor.
Aconteció un día que Mme. López, española residente en Túnez, requirió los servicios de un dentista, para lo cual preguntó a la exigua colonia de españoles dando con sus huesos en la consulta del doctor Hamid que con gran afecto la citó inmediatamente, proponiéndole un tratamiento revolucionario, largo, pero de inmejorables resultados. Una vez en la consulta, Mme. López se entregó confiada a los buenos augurios preconizados por el doctor. Sentada en el potro de tortura era como si se columpiara en el jardín del edén, pinchito en la encía para la anestesia y paciencia. Sosegada, haciendo de tripas corazón, permaneció dócil y calladita, viendo cómo el doctor la miraba con ternura, fiel a su objetivo de conjugar amor y profesionalidad. Sorprendida e inmovilizada, sintió los labios del doctor rozando los suyos al tiempo que una mano desabrochaba su camisa a la altura del pecho. Petrificada por la ocurrencia del doctor no emitió queja alguna, permaneció hierática hasta que Hamid apartó sus labios permitiéndola recobrar la respiración por la boca. La sesión había finalizado, el Dr. Travelsi había ganado en su cruzada en pro del amor. Sabía que Mme. López jamás abriría la boca.
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