Aún hoy, cuando cierro los ojos, puedo verlo junto a la ventana. Por más que el tiempo dibujara canas su cabeza, él nunca se olvidaba de hablar con el viento. Cruzaba los brazos en jarra y miraba al cielo. Oteaba algún punto del firmamento y, finalmente, asentía.
– Viene lluvia.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por el viento.
Yo nunca he necesitado hablar con el viento, ni conozco los secretos que encierra. Pero en otro tiempo, cuando el hambre apretaba y llenar el caldero dependía de la benevolencia de los cielos, los hombres tenían que aprender a oír el susurro de la brisa, observar la hierba y espiar a los pájaros. Por eso, aquella noche, cuando el cielo rugió como un gigante furioso, un temblor recorrió el corazón de cada hombre, mujer y niño de Villamartín.
El rubio se puso en pie, sobresaltado. Le encantaba subir al pajarete justo antes de una gran tormenta. Sobre la vieja torre, podía sentir la tempestad formándose sobre él; oler el diluvio mientras se acercaba, y disfrutar de la tensa calma que precede a la tempestad.
Sin embargo, no había subido al cerro para fantasear entre las ruinas de la torre. Estaba allí de guardia, para espiar al viento y dar la voz de alarma si las nubes gordas se acercaban.
Dobló la manta que su madre le había dado para combatir el frío de las noches primaverales, tan sigiloso y traicionero que calaba los pulmones y echaba raíces como una mala hierba. Si esto te ocurría, sólo podías encomendarte a las monjas de la casa de socorro, y a las medicinas de la despensería; eso si podías pagarlas, claro está. Y para poder pagarlas, la lluvia no debía mojar los capullos del algodón.
Se echó la manta al hombro y, con cara de miedo, el pequeño vigía de ocho años corrió cerro abajo.
Cuando llegó al pueblo, el trueno ya había movilizado a los jornaleros. No tenía que dar la alarma, así que recuperó el aliento y se dirigió hacia su casa.
Su padre llevaba un buen rato nervioso, desesperado por la lentitud de los más pequeños.
– ¡Vamos, gandules, que se moja el algodón!
Somnolientos, los niños se desperezaron al calor de la chimenea. Tenían por delante una caminata larga, sin más luz que la de un candil de aceite. Es curioso que, a pesar de que la noche arreciaba y el viento arrastraba ruidos inciertos, a aquellos niños que apenas contaban siete años de edad, les daba menos miedo la tormenta que su maestro del colegio, Don José, firme creyente de que, a golpes con la regla, cualquier niño aprendía a leer. Por suerte o por desgracia, había llegado el tiempo de recolectar el algodón, y cualquier ayuda era bienvenida, así que tocaba cambiar el pupitre por la dureza del campo.
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La primera llovizna cayó de madrugada.
La finca del terrateniente era un hervidero de familias que arrancaban las matas enteras. Las apretujaban en sacas de arpillera que colgaban de sus cinturas, y las arrastraban hasta un silo enorme. No había tiempo de coger sólo el algodón, ya lo limpiarían al día siguiente.
El rubio y sus hermanos mayores aligeraron el paso cuando sintieron caer las primeras gotas. Tras ellos, los más pequeños, de cinco y seis años, llenaban pequeñas sacas con los restos que sus hermanos dejaban atrás. La humedad tardó poco en calar la ropa de los niños, pero no podían parar; el algodón se pagaba al peso, y cada gramo contaba.
De pronto, el cielo se iluminó, y como salida del infierno, una cortina de agua destrozó el cultivo y arrastró con ella los sueños de cientos de familias. El manijero, que tenía la voz de mando en el campo, dio la orden y los jornaleros huyeron en busca de refugio.
Nada más escuchar el grito, el rubio huyó en busca de refugio. Corrió unos metros, hasta que recordó que su hermano Luis, de cinco años, andaba tras él. Se giró a buscarlo, pero el pequeño no estaba allí.
Cegado por el agua, regresó a la línea de cultivo en la que había perdido a Luis. Por suerte, no tuvo que andar mucho para encontrarlo: estaba sentado en el suelo, empapado y lleno de fango. Al parecer, perdió un zapato entre el barro, se distrajo un instante y se quedó sólo.
El rubio le cogió la mano y tiró de él, pero su hermano sólo acertaba a temblar de frio y miedo. El fogonazo de otro relámpago hizo reaccionar al pequeño, que se puso en pie, agarró a su hermano mayor y se dejó guiar al resguardo del granero.
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Al alba, la tormenta había arrasado los campos. El algodón se había mojado, y eso significaba un jornal que apenas daba para comer. La remolacha también había sufrido, y la desesperación llevó a muchas familias a tomar decisiones demasiado duras para unos niños que apenas empezaban a vivir.
– Rubio, tengo que hablar contigo. – La voz de su padre sonaba áspera, incierta-. Las cosas no andan bien. Hay una familia en Los Barrios que necesita un aprendiz de ditero. Te vas con ellos.
El rubio se había criado entre los riscos. No le temía al sol, ni a la lluvia, ni a los lobos que acechaban en los montes; sin embargo, le temblaron las piernas al pensar que tendría que dejar a su familia y marcharse lejos del mundo que conocía.
– Ya tienes ocho años y trabajas bien. Eres espabilado, seguro que vuelves a casa hecho un señorito.
Asustado y confundido, el rubio asintió, obediente, y su padre se marchó. No hubo lágrimas, ni abrazos desesperados. Las cosas en el campo se hacían de forma rápida, directa y sencilla; y en cierto modo, era mejor así.
Días más tarde se marchó, asustado. Deseó que todo aquello fuese una pesadilla; pero cuando las pesadillas te persiguen despierto, la luz del sol no puede salvarte de sus garras…
Pero eso, forma parte de otra historia.
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