Las mujeres habían empezado a limpiar la terraza, la fregaban con tanta energía que los primeros rayos de sol se reflejaban en ella como en un espejo. Esto solían hacerlo una o dos veces al año y era señal inequívoca de que Marcial y su ayudante nos visitarían de inmediato.

Me gustaba ver la destreza de este hombre manejando sus herramientas. “Carolina, ¿bajas a desayunar? Vas a llegar tarde al colegio”; “Mamá ven, me duele mucho la tripa” Mi madre sabía que era un excusa para quedarme en casa, si hubiera sido mi hermano no le habría dejado pero a mí me lo consentía todo.

“Buenos días Dña. Camila”; “Buenos días Señora.”; “Buenos días Marcial, buenos días muchacho. En la terraza lo tenéis todo listo, la tela nueva la ha elegido Carolina, roja con estampado de flores, la verde de rayas no le gusta nada”; “buen gusto tiene la niña”; “si necesitáis ayuda avisadnos, estaremos en la cocina preparando la comida, los hombres vendrán pronto del campo para ir al entierro de D Herminio esta tarde. Ah Marcial, se me olvidaba, Carolina quiere el ribete inglés, ¿podrá ser?”; “claro señora, no se preocupe”

Sentada en la cama frente a la ventana les observaba con atención mientras ambos improvisaban su taller ambulante sacando de la bolsa las herramientas de trabajo: unos bastones de castaño, una aguja grande y otra muchísimo más grande con el ojo gigante, hilo grueso de cáñamo, cordón, cintas y arandelas por si faltaba alguna en los ojales de la tela.

Las mujeres se habían encargado de descoser el antiguo, lavar la lana y dejarla secar sobre una tela en el suelo de la terraza. Ahora Marcial y el muchacho con los palos de castaño cardarían la lana haciendo ese ruido tan caracterismo “chec-chequetec” que se podía oír desde la calle avisando a todos que  el “matalafer” estaba trabajando en el pueblo.

 Allí estaba yo, asbsorta mirando la lana volar al ritmo del “chec-chequetec” todo el tiempo, las horas de trabajo me parecieron minutos, la lana estaba lista para ser embutida en un colchón nuevo.

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Mi amiga Teresa, que había viajado a la capital el verano pasado, me contó que en casa su tía había dormido en el colchón más cómodo del mundo, tan diferente a los nuestros, con una forma rectangular casi perfecta y al estilo inglés. Yo no tenía ni idea de que era eso del ribete inglés pero le dije a mi madre que esta vez lo quería de tela roja estampada de flores y con ribete inglés.

Repartieron la lana sobre la tela nueva, encima pusieron otro trozo de las mismas dimensiones que la de abajo, tenían unos ojales distribuidos de dos en dos por toda la superficie que hicieron coincidir con los de la tela inferior. El muchacho ensartó el hilo grueso de cáñamo en la aguja de menor tamaño y fue dando grandes puntadas alrededor de todo el colchón. Para fijar la lana, utilizó la aguja grande ensartada con un trozo de cinta haciéndola entrar por uno de los agujeros y sacándola por su parejo, repitiendo esta operación por todo el colchón mientras el chico iba atando los dos extremos de las cintas con lazos. Tan solo quedaba que Marcial hiciera el ribete inglés para que mi colchón fuera el más bonito y cómodo del mundo.

Mariché

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