Oda a la Repetititividad

Oda a la Repetititividad

Raúl Harlev R.

22/05/2016

Por idiota nunca pensé que un trabajo tan extremadamente repetitivo, haría mi vida tan miserable. 

Desafortunadamente, el desempleo fue capaz de borrar temporalmente todos mis sueños y anhelos profesionales. En este estado, la visualización se nubla, ocultando el tedio e ignorando las horas largas; mostrando la simplicidad del trabajo repetitivo como una estatua griega, y la estabilidad financiera como su pedestal de mármol. 

Durante los primeros días en un empleo de esta clase, como trabajador de fábrica, el vaivén de las máquinas componían un hilo musical que me ofrecía una ambiente rítmico y vigorizarte. Y el «chi-clinc» al final de cada jornada era el mejor cierre de la sinfonía.

Aprender el funcionamiento de cada celda de trabajo, generaba un gusto en mi interior, satisfacía mi curiosidad y ponía a prueba mi habilidad.

  1. Sacar botella blanca de su caja.
  2. Revestir botella con papel impreso.
  3. Introducir botella en máquina sublimadora.
  4. Cerrar máquina y apretar botón.
  5. Esperar un minuto a que suene el pitido.
  6. Abrir máquina y sacar botella pintada.

Dos veces era interesante.

Cuatro veces era divertido.

Ocho veces era aburrido.

Veinte veces, agonizante.

Al sobrepasar este punto identifiqué un nuevo sonido en el ruido hecho por las máquinas de la planta. Su antiguamente hermosa coral industrial reveló una lírica progresivamente insoportable que gritaba «repetititividad». Y yo, ya no era un empleado de fábrica. Me había transformado en poeta, filósofo, físico cuántico y psiquiatra: 

¿Estoy aportando a la humanidad con este trabajo? ¿Vale la pena desperdiciar mi intelecto por unos cuantos centavos? Aquella simple estatua griega no era más que un paralelepípedo de cemento sobre un cajón de madera mal pintado. ¿Qué estará haciendo el Raúl que no se dejó seducir por la vocecilla del desempleo hacía un año? Si la relación con mi padre hubiese sido mejor, seguramente sería ahora un gran empresario.

Ahora me encuentro al lado de la sublimadora. Aspirando los vapores que ella genera. Mis jefes no están. El pitido lleva sonando desde hace media hora. El olor es realmente intenso pero sólo me doy cuenta al terminar este relato -que fue posible gracias a aquella visualización inocente y grisácea que el desempleo describía a mi oído a modo de un mantra hipnótico-. Saco la botella carbonizada y la boto disimuladamente. Apago la máquina y me voy a casa.

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