Amanecía un nuevo día. Me encontraba despierto aunque mis ojos no se habían despegado aún. Intenté en vano volver a dormitar. El momento justo en el que descubría cada mañana que despertaba, me provocaba interiormente una mezcla de sensaciones; por un lado, siempre había un instante en el que me tele transportaba a una antigua vida, sentía como si nada hubiera ocurrido y despertara confortado en mi cama de siempre,donde, acto seguido preparaba el desayuno a mi esposa antes de partir juntos hacia el trabajo. Quizá ese momento durara unos segundos, quizá menos, y daba paso en seguida a la cruda realidad en la que nos encontrábamos, justo entonces, la horrible sensación de la impotencia estremecía mi cuerpo y a modo de sacudida me preparaba para afrontar una nueva jornada.
Finalmente, desganado, abrí los ojos. Apenas se oía nada, imaginé una mañana despejada, los rayos de sol se colaban sin esfuerzo por los pequeños orificios de las persianas dándole vida a las motas de polvo que bailaban despreocupadas por toda la habitación.
Miré de reojo a mi derecha y comprobé que mi esposa y mi hijo aún dormían.
Mientras mis pensamientos deambulaban por un sin fin de deseos inalcanzables, preguntas sin respuestas, anhelos imposibles y súplicas esenciales, despertó mi esposa saludándome con una tierna sonrisa, llena de bondad, limpia de resentimientos y completamente digna, la cual se había convertido en uno de los motivos fundamentales por los que aún mantenía la esperanza y seguía adelante con mi día a día, nuestro día a día. Ver esa sonrisa tan habitualmente en nuestras circunstancias me proporcionaba una poderosísima inyección de ánimo, su sonrisa ejercía de antídoto contra mis despreciables razonamientos y me confería esa calma tan necesaria en estos momentos. Sin ninguna duda puedo afirmar que de no ser por mi esposa ya habría tirado la toalla. Contar con esa conducta de responsabilidad para con mi familia hacía que mis objetivos se descubrieran a diario de una forma simple y clara; sentir la felicidad de los míos. Aunque solo fuera por un breve espacio de tiempo, para mí era suficiente, sentía que había merecido la pena levantarse esa mañana y mis esfuerzos se centraban en volver a conseguirlo, quizá, quién sabe, un día volveríamos a ser felices como antes.
Una vez despiertos mi esposa y yo solíamos traspasarnos un sinfín de confesiones, súplicas, emociones y deseos a través de nuestras miradas. Como les ocurre a los compañeros de trabajo o a los amigos inseparables, nosotros, habíamos desarrollado un lenguaje propio y diferente en el que los gestos eran entendidos y las miradas dialogantes, conseguimos crear una forma de comunicación indescifrable para un recién llegado que, dado el caso, necesitaría años quizás si quisiera llegar a dominar nuestro «idioma».
Al abrir la puerta comprobé que efectivamente el día era esplendido, lucía un cielo limpio azul y blanco, los primeros rayos de sol comenzaban a derramarse sobre los tejados de la barriada y un mágico arco iris se intuía difuminado entre los huecos de las nubes. El recién estrenado invierno al fin nos daba una tregua y tras dos semanas de incesantes lluvias, tuvimos un respiro. Contemplar lo maravilloso que lucía aquel día en nuestra situación me producía una vez más, una amalgama de sentimientos y recuerdos contra los que nada podía hacer. A mi mente acudían vivencias de otros tiempos disfrutadas en escenarios similares al que tenía por delante, y sin embargo hoy, por mas que lo deseara, me resultaría imposible disfrutar de nada parecido.
La combinación de alegría producida en nuestro interior al encontrarnos ante el espectáculo natural ofrecido por un cielo azul radiante, nubes blancas y espesas flotando indiferentes o los rayos de sol jugueteando a hacer sombras y reflejos imposibles con las ramas de los arboles contrastaba en mi caso con la resignación absoluta del que intenta con todas sus fuerzas cambiar algo y no puede, esa frustración, mezclada con la ingrata sensación de injusticia, hacían que en cierto modo despreciara el espectáculo antes descrito.
Desde la puerta, oí el crujir de las escaleras y adiviné en seguida quien bajaba por ellas, sin dejar de mirar la calle, la imaginé atravesando el salón en el que aún se encontraban mi mujer y mi hijo Jaime, este seguía dormido, y su abuela cruzaba de puntillas bordeando el colchón en el suelo tratando de no despertarlo para adentrarse en la cocina y preparar el desayuno. Una vez mas esa mezcla de sensaciones, la bondad y generosidad de mi madre al acogernos desde hacía tres meses, de forma valiente y decidida, sin un pero de por medio, ni un ápice de fastidio, desde aquel mes de agosto en el que se nos hizo imposible seguir pagando la hipoteca tras mi injusto despido definitivo,soporté cuatro reducciones de sueldo para finalmente quedarme sin trabajo. Se imponían los recuerdos que martilleaban mi cabeza y se convertían en un horrible sentimiento de culpa e impotencia.
Finalmente, decidí salir, levanté la cabeza, busqué el arco iris recordando una frase de Chaplin quien dijo algo así como: «nunca encontrarás un arco iris si estás mirando abajo», con mi carpeta llena de currículos, me armé de esperanza para seguir un día más probando suerte en la ardua tarea de la búsqueda de empleo.
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