La primera vez que tuve ganas de gritar estaba entre cuatro paredes, y rodeada de gente que trabajaba. Todos vestíamos con una bata blanca y una gorra que nos cubría el pelo. Nadie hablaba, el ruido de las máquinas ahogaba cualquier intento de comunicación que fuese más allá de unos gestos.

Eran cuatro paredes de cristal metidas dentro de otras cuatro paredes de hormigón, no había ni una sola ventana que diese a la calle.

Yo ahogaba mis gritos silenciosos cantando canciones que solo yo podía oír. Cantaba hora tras hora, y después de cada canción miraba el reloj de mi muñeca, un Casio marrón que conservaba de cuando era pequeña y que quedaba ridículo en mi mano adulta.

Ese día que yo tuve ganas de gritar lo recuerdo perfectamente, el ruido de las máquinas me pareció mucho más intenso que otros días, el tran tran se metía en mis oídos hasta que ni el sueño podía sacármelo, aunque durmiese acurrucada con la almohada tapándome la cabeza, ahí seguía. Tran tran tran.

Miré a mi alrededor, quizá porque pensé que ese día habría algo nuevo, que alguien desconocido de repente atravesase esas cuatro paredes, que de pronto empezase a llover dentro del edificio, o se moviera un aire de tormenta.

Pero nada sucedía. Era todo monotonía tran tran tran. Mis canciones se habían agotado dentro de mi cabeza, que en esos momentos permanecía en silencio. Dentro de mí seguramente estaba empezando a crecer el grito, pero aún no podía percibirlo.

Observé a mis compañeras de trabajo que corrían de un lado a otro, vi los bombones que se caían de las máquinas. Las torres de cajones, las cajas ya apiladas, todo funcionaba. Incluso mis manos se movían de una forma mecánica, a la perfección, metiéndolos cada uno en su molde correspondiente.

Nunca antes había mirado mis manos, mis dedos se movían con una rapidez que ni siquiera yo controlaba, era algo mecánico, se encogían, se estiraban, mi brazos se alargaban para coger más bombones y, que salieran ya envueltos por el otro lado, donde volvían a caer en cajones vacíos, uno, dos, tres, cuatro, cincuenta, tres mil, cincuenta mil, un día y otro.

Respiré profundamente y me inundé de chocolate, azúcar y licor , y esos olores que otros días había adorado, hoy me hicieron un nudo en la garganta y fue entonces cuando empecé a notar el primer vestigio de gritó, un iahhh! apenas perceptible en mi cerebro, pero lo suficiente para que yo empezará a intuirle.

Instintivamente lleve mi mano a la garganta temiendo que un gemido saliera al exterior, vi los huecos que quedaban vacíos y los bombones acumulados, noté el chocolate de mi mano que se quedaba pegado a la piel de mi cuello. Pero el grito seguía sin aparecer, y los minutos estaban tercamente parados en el reloj.

Todo me pareció extraño entonces, las luces fluorescente del techo parecían acusarme de algo. ¿Qué esperabas? Parecían decirme. Esto es lo que te depara el destino.

Mi mente, que por aquel entonces ya tenía experiencia contándome historias, aún no sabía nada del gritó, fue por eso que al notarlo crecer dentro de mi, creció a la vez cierta inquietud de no saber cómo hacerlo, si debía dejarlo salir o tenía que guardarlo para mí sin que viese nunca la luz.

Pulse el botón rojo situado a la derecha, y la maquina se paró. Los bombones quedaron suspendidos en los moldes, y el grito que cada vez cogía más fuerza irónicamente me susurro : sal de aquí y déjame libre.

Caminé despacio, atravesé las puertas de cristal y me dirigí al fichero donde debía registrar la hora, atravesé por el vestuario de taquillas verdes, salí al exterior y supe que ese era el sitio.

Pude ver perfectamente el descampado de tierra marrón que había al lado de la enorme fábrica, lo que antes había sido un almacén de chatarra ahora permanecía vacío, y pequeños hierbajos crecían salvajes. Al frente, la antigua carretera de Andalucía, lo suficientemente lejana como para no percibir los ruidos de los motores de los coches, que, por otra parte a esas horas eran escasos.

Y por fin pude dejarlo salir. Un grito desgarrado rompió el absurdo silencio, sobrevoló veinte metros y desapareció. Respiré profundamente y el viento volvió a traerme el olor dulce del chocolate.

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