El creador de tiempo – entre puños y tic-tacs –

El creador de tiempo – entre puños y tic-tacs –

«Cada engranaje lleva su tiempo. Cada resorte, su pulso”. Con este mantra personal y atemporal, Severino se acomodaba cada mañana en su raído sillón de cuero, antes de preparar la maquinaria de sus dedos con los que tejería y crearía tiempo. Con una única luz cenital anaranjada y gran penumbra en el resto de la desordenada habitación, Severino, cuyo atemporal nombre venía de tiempos inmemoriales (su padre, abuelo, bisabuelo, taratabuelo y cuatro tatara –hacia atrás- más, también habían llevado el mismo nombre)  se afanaba en reducir su mundo a los vericuetos internos de cada pieza de relojería que tocaba. Le daba igual la desigual lucha antagónica y sonora entre los cucos de una pared y los péndulos de la otra. Él era juez y señor de todo aquél trajín de compases, muelles y manillas. Su pequeña dimensión espacio-tiempo, en la que siempre le faltaba de lo primero y exportaba de lo segundo. Sus manos habrían servido tanto para ser cirujano como pianista. Finalmente optó por algo tan poético como la música y tan meticuloso como una intervención, aunque sin la posible carga dramática de lo segundo.

Seve, como le llamaban sus clientes o Sevé, según la salerosa tendera marroquí donde hacía su compra semanal, se abstraía mucho. Tanto, que sus horas eran minutos y a veces, como aquél día, le podían dar las 10 de la noche y él seguir a lo suyo. Cada máquina implicaba una gran concentración en cada fragmento que ubicaba o extraía. La calle donde se radicaba su taller ayudaba a esta actividad. Una pequeña vía peatonal, asfaltada de adoquines y con tiestos para plantas florales, con varios negocios silenciosos en los aledaños.

El temporal quirúrgico al que se enfrentaba Seve en su mesa de trabajo le hizo flaquear un instante su paciencia. Un pequeño tornillo oxidado no quería llevarse bien con el muelle motor de un reloj del siglo XIX. Si la cosa seguía así, los días durarían 18 horas para su propietario, calculó a ojo Seve, y nunca se lo perdonarían. Entre pensamientos y elucubraciones se detuvo un instante. Elevó la vista, mientras suspiraba, y estiró el cuello para retomar fuerzas frente a ese nuevo reto.

De pronto, sin esperarlo y a destiempo, varios jóvenes aparecieron por la calle corriendo. Un minuto después, aparecieron muchos más. Parecía que huían de algo, porque a ratos miraban hacia atrás, tropezaban e intentaban buscar escondite mirando entre los locales de la apacible calle. Sorprendido Seve ante la extraña afluencia en su calle a esas intempestivas horas, dejó por un momento de arbitrar entre relojes y se acercó a la puerta.

El reguero de chavales seguía su curso al tiempo que aparecían varios policias persiguiéndoles detrás. Cuando Seve comprendió de un vistazo lo que ocurría, ya había perdido el interés por su calle y se dispuso a volver a su micromundo. En cambio, un policía comenzó a aporrear la puerta, mientras él retrocedía al reencuentro de sus herramientas.

–  Abra la puerta. ¡Policia Nacional! ¿Hay algún perroflauta de esos aquí dentro? – ladró una especie de robocop uniformado mientras no cejaba en su intento de abrir la puerta del taller de relojes a base de forcejeos.

Severino se sobresaltó y no sabía cómo actuar. Por supuesto que no tenía a nadie alojado en su fábrica de tiempo, pero desde luego, tampoco iba a dejar entrar a semejante bárbaro para que husmeara entre sus delicadas piezas de coleccionista. Más que nunca necesitaba tiempo. Cada vez más nervioso por los incesantes golpes del poco probable aspirante a premio nobel de la paz que bramaba en la puerta, Severino hizo lo que haría cualquier persona de su edad en una situación tensa e incómoda como esa, llamar a la policía.

–  Policía nacional, dígame – Se escuchó al otro lado del teléfono.

–  Sí, buenas noches. Mire, llamo porque tengo un incidente en mi local de trabajo – espetó Severino dubitativo.

–  Sí, dígame, caballero, ¿De qué se trata? – indagó una voz de pito.

–  Pues es que hay un hombre en la puerta de mi taller dando golpes y gritos muy fuertes.

–  Entiendo, señor. ¿Y qué aspecto tiene ese hombre?

–  Pues claramente va vestido de…es un policía…claramente un policía antidisturbios, vamos.

–  Ya, entiendo – respondió secamente  el interlocutor- Pues algo habrá hecho, ¿no caballero?.

Mientras Severino hacía esfuerzos titánicos por hacerse entender al teléfono, otros feroces robocops se acercaban a su puerta, acudiendo a la llamada del primer policía.

–  Unos cuantos se han escondido aquí, estoy seguro. Pero el viejo este no quiere abrirme – Aullaba el primer policía.

–  No mire, yo no he hecho nada… – respondió Severino al teléfono bastante contrariado.

–  Está bien, le mando una patrulla a su calle, no se retire – le interrumpió de nuevo al otro lado del teléfono.

–  ¡No, por favor! Más policías no envíe, que con los de aquí ya tengo suficientes – Dijo Seve al tiempo que colgaba el teléfono con un profundo suspiro.

Cada engranaje lleva su tiempo. Cada resorte, su pulso – Se repetió Severino hasta diez veces seguidas sin saber qué hacer. Una vez más necesitaba tiempo y no lo tenía. Tiempo como el que disfrutaban Martina y él paseando de la mano por el parque de Berlín, antes de que ella se fuera para siempre, y no precisamente a conocer otra cultura, como tanto les gustaba. Tiempo como el que hubiera querido tener, antes de vender su casa por cuatro perras a ese fondo buitre del banco, dejándole con su taller como único techo donde morar. Tiempo como el que hacía que no veía a Daniel, su único hijo.

Cuando Severino miró de nuevo a la puerta, ya no había nadie. Los policías se habían largado minutos atrás. Un sonido de móvil le despertó de su aturdimiento. Nervioso, fue a mirarlo:

Hola papá…soy Daniel. Oye, no salgas del taller todavía. Creo que hay una manifa y están dando palos. Vuelvo a Madrid en dos semanas. Besos

 FIN 

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