El invierno se alimenta del fulgor congelado. Ingiere glotón dosis cada día más grandes de las más limpias, bellas y nutritivas luces del año. Su dieta de nubes también suele ser generosa. Vientos que ponen en marcha a una oleada de trascendencias: los olores a MATANZA. Este relato nace como consecuencia de mi vivencia en éste tradicional evento.

Entre las que respingan a lo largo de los meses fríos destacan las que nos sostienen erguidos. Las tierras labrantías cuajan verdes imprescindibles. A unas pocas plantas les bastan las podas, pero atareadas horas de iluminación para sumar luz al paisaje de la matanza tradicional.

Algunas de las especies animales más comunes, como varios roedores, conejos y liebres crían regularmente en invierno. Ahora bien, hay uno que cada invierno irremisiblemente sucumbe en el matadero: EL CERDO.

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De todos los animales del mundo, ¿cuál es el más sabroso? A menudo, atrapados en un atasco de circulación o haciendo tiempo en un aeropuerto colapsado, es un buen entretenimiento hacerse preguntas absurdas. ¿El animal más sabroso? No el más habilidoso, ni el más inteligente, ni el más astuto. Se trata de conocer al animal que más sabor del mundo que lo rodea, aunque su exquisitez no le permita hacer nada para cambiar ese mundo. Ni siquiera para salvarse de una muerte segura.

Pienso en el cerdo. Atado al destino de la fatalidad en la que empezó a crecer. Un cerdo que abre sus ojos pequeñitos, contempla el mundo, toma nota, los cierra si hay algún peligro y piensa en su fatal destino. Un cerdo no hace otra cosa que engordar. Toda esa materia cebosa es puro mangar. Mira y se resigna a que algún día las fauces de un humano le engullan entre botas de buen vino y alegría desbordante. Cada vez que me como un trozo de cerdo, quiero creer que me estoy apropiando de su pensamiento.

Para ser sacrificados han de tener un cortejo de gente a su alrededor y su sacrificio se hace en cuidadoso ritual, con todos los controles sanitarios. Jamones, paletillas y lomos se guardan para su curación tradicional en el secadero doméstico o en los locales de un centro adecuado. Con el resto del animal, los intervinientes elaboran una preciada charcutería. 

Lo he visto en la casa de mi vecino, sin un halo de vida, negro como un fantasma en la noche; me ha inundado el corazón de pena pensando que cuando, antes de que apareciera la primavera, seguro que tendría su más precoz viveza comiendo la más insignificante hierba del campo, estaría él, erguido en lo alto de su tajo, inundando de alboroto el paisaje que le rodeaba.

Me parece que no es necesario confesar a estas alturas que siento una atracción especial por esos animalillos que pueblan los espacios del aire limpio. En la cueva oscura de los meses fríos, cuando desciende pacientemente la nieve o sopla un viento como de acero y un tiempo de esplendor escondido bajo la capa gris del cielo y los altos, cerrados y grises paisajes amenazados de nubes. En esos días de MATANZA, los pájaros cubren con un velo de sigilo su estancia entre nosotros: se ven y no se ven -mejor se adivinan por ese rastro liviano en el aire o el temblor de una desnuda y sorprendida rama de un árbol en la que se han posado un instante- y, por supuesto, apenas si se escuchan sus trinos, ese sonido orquestal que elevan hasta el cielo cuando el buen sol acelera pausadamente los brotes de la floresta. Mientras tanto, los cerdos siguen el rastro irremediable de su destino fatal.

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Otro de los regalos del frío es que casi todos los humanos amamos a todos los animales, incluso al CERDO embuchado a golpes de desperdicios humanos.

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