El abuelo de Gorri era camionero y transportaba carbón vegetal desde las carboneras de Zumbel a la fundición de Ajuria en Araia. Cada vez que se encontraba con Gorri le entregaba una pequeña rama negra carbonizada recogida de su camión a la que había cubierto con papel de periódico dejando asomar solo uno de sus extremos. Con aquel carboncillo vegetal Gorri dibujaba rayas, caras y soles en cualquier papel que encontraba y se lo enseñaba a su madre esperando una aprobación que obtenía sin mayor dificultad.
Tía Edurne había estudiado pintura con las monjas y le inició a su sobrino en las técnicas de la mezcla de colores, los pinceles, los lienzos y los disolventes. Con tan solo quince años, Gorri expuso en una colectiva algunos paisajes familiares con el monte Aratz, el castillo y el río Zirauntza. Su madre, tía Edurne y el abuelo le felicitaron.
El padre de Gorri era jefe de mantenimiento en la fundición de Ajuria, también lo había sido su padre y su intención es que lo fuese su hijo. Al padre de Gorri le gustaban las máquinas, la mecánica, el vapor y las leyes de Boyle-Mariotte. Gorri estudió ingeniería y cuando obtuvo el título su padre le felicitó.
El servicio militar llevó a Gorri a Madrid, cuando lo hubo finalizado decidió no volver al pueblo y olvidarse de la ingeniería. Gorri quería ser pintor, nadie le felicitó.
La comuna se instaló al fondo de Vallecas y al fondo del Pozo con el tío Raimundo y sus colegas. No había dinero para cervezas y menos para lienzos. Gorri recurrió al carboncillo vegetal, a los manteles de papel y a la luz de las velas, pasó tanta hambre que se hubiese comido una oreja. Pidió dinero a su padre, este le dijo que si quería dinero que trabajase, pidió dinero a su madre, le dijo que trabajase. A tía Edurne no le pidió dinero.
Consiguió exponer en Costanilla de los Ángeles, calle, vendió un cuadro, se lo compró su hermana Isu, con la que mantenía correspondencia y quien le enviaba de vez en cuando algo de dinero para que no se comiese la oreja. La exposición no tuvo éxito ni de público ni de crítica, de hecho, no hubo ni lo uno ni lo otro. Solo su hermana Isu le felicitó.
Comenzó a pensar que el arte no era lo suyo, y para no helarse quemó aquel invierno todos sus cuadros y sus manteles de papel con carboncillos vegetales. También quemó un montón de porros y a punto estuvo de montarse en el caballo. Alucinó en colores un tiempo indefinido entre fantasmas, sexo, drogas y rock and roll. Todos sus «coleguis» le felicitaron.
Isu acudió al rescate, le sacó del Pozo y le alejó del tío Raimundo y de sus «coleguis». En casa, con sus padres y tía Edurne, dejó de alucinar en colores y pasó al blanco y negro, y, finalmente, al lienzo en blanco como una luz que aparece al fondo del túnel; en la luz encontró a María de los Dolores, la mejor amiga de Isu, quizás la única amiga. Gorri la llamó Doli y Doli le felicitó por haber dejado atrás sus fantasmas.
Gorri y Doli se hicieron novios formales, Gorri ya no pintaba nada, ahora la que pintaba era Doli, y Doli le aconsejó entrar a trabajar en Ajuria, a la sombra de su padre, el padre se sintió feliz y adoró a Doli. Gorri cambió el carboncillo vegetal por las máquinas, la mecánica, el vapor y las leyes de Boyle-Mariotte.
Atmósfera irrespirable, peligros constantes, presión y tensión sin límites. Averías, máquinas paradas. Por poco que se tardase en la reparación siempre era tarde. Ingenio desarrollado al límite que nadie era capaz de valorar. Relaciones humanas difíciles en un puesto abocado a codearse con el fallo, el error, el coste excesivo y la insoportable espera y malos modos de los responsables de los equipos averiados. Puesto para el que pocas personas estaban capacitadas. Sus nuevos «coleguis»; alguno de ellos jefe, otros subordinados y el resto neutros, nunca le felicitaron, más bien le putearon todo lo que pudieron un día tras otro, año tras año.
Se compraron un hijo, tuvieron una casa y alquilaron un perro, más o menos. Se hipotecaron y se volvieron a hipotecar para el coche, las vacaciones y la operación de tetas. Gorri comenzó a echar horas extras y tuvo horas extras de puteo extraordinario un día tras otro, año tras año.
El euríbor subió por las nubes y ni con horas le alcanzaba. Desahuciados, dejaron la casa, vendieron el hijo, alquilaron al perro, más o menos, y Gorri se quedó sin tetas; Cari se fue con otro de casa pagada, segunda vivienda en la playa, coche cuatro por cuatro, con el que se reía mucho y muchas veces.
Los fantasmas regresaron, ansiedad, angustia y vacío eran sus nombres y fueron atacados con verdadera fiereza por algunos amigos: Prozac, Valium, Diazepan mientras sus «coleguis» fabriles, aliados de los fantasmas, le siguieron puteando cuando aparecía a trabajar, lo que ocurría cada vez con menos frecuencia. Se había hecho adicto a las bajas.
Años de vacío existencial le llevaron al hospital psiquiátrico, lo que viene a ser un manicomio.
Tiene una habitación para él solo, muy soleada. A menudo, junto a la gran ventana, mira a la calle y pinta en la sábana blanca rayas, caras y soles con un carboncillo vegetal; luego se lo enseña a su enfermera esperando una felicitación que nunca llega.
DIBUJO DE LA FÁBRICA DE AJURIA EN ARAIA (ÁLAVA) REALIZADO POR GORRI
FIN
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