Las escuelas de bachillerato público en México albergan a los jóvenes provenientes de las clases medias y también de los estratos bajos.  La gratuidad de los cursos y la libertad casi total de la que gozan estos adolescentes hace que su maduración sea diferente, pues mientras algunos asumen un equilibrio y responsabilidad para con ellos mismos, su familia y la sociedad; otros sencillamente “veranean” todo el año sin que por ello alguien les llame la atención.

  Marcela fue mi alumna durante dos cursos de Historia: uno Universal y otro de México, en dos diferentes semestres. 

  Aunque mi asignatura  no es de las que se considera “difícil” la verdad es que no “regalo” la calificación y realmente son pocos alumnos, -entre 6 ó 7- de 40, los que al final del curso obtienen el 100 de calificación.

  Un día, al término de la clase, Marcela se acercó y me mostró una cajita con diversas golosinas.  –“Profesor, ¿me compra unos dulces?”, le contesté: “No gracias, la verdad es que ni siquiera los probaría, soy muy malo para comerlos”. 

  “¿Por qué vendes dulces, juntas dinero para viajar con los estudiantes que van a la playa?”.  Sonrío y dijo: “No profesor, lo que pasa es que en la calle donde vivo hay una señora que es pobre, no tiene dinero y ofrecí ayudarle vendiendo dulces, lo que gane se lo daré”.  Eso me impresionó y le pedí cinco golosinas que representaban diez pesos y  agregué: “Ven a diario, te compraré la misma cantidad”.  -”Profe, usted dijo que no comía golosinas”-  “Yo no, pero mi hija si y  puedo llevarle algunas a casa, así que mañana me traes más”.

  Durante el resto del semestre Marcela ponía su cajita de dulces sobre mi escritorio al final de la clase, y yo escogía algunos que llevaba a casa. 

  En cuanto a lo académico no había queja, Marcela era la mejor estudiante con su promedio de 100, mismo que mantuvo hasta el examen final.

El último día de clase, entregué calificaciones al grupo; cuando terminé pedí a los seis que habían concluido con 100 de promedio que regresaran al día siguiente pues enviaría una carta de felicitación a sus padres.  Y así lo hicieron pasaron los alumnos a recoger un sobre en el que mandaba la carta de felicitación prometida.

  A media mañana apareció en la puerta Marcela acompañada de una señora de aspecto humilde, de  unos 50 años aproximadamente, lucía muy limpia, con ropa modesta, y con una actitud propia de quien asiste a un protocolo académico de fin de cursos.  Inmediatamente me puse en pie y caminé para recibir a la señora y a Marcela extendiendo mi mano en señal de saludo: “mucho gusto, me llamo Victor Pérez Ocampo”.  La señora tomó mi mano y sonriendo contestó: -“mucho gusto maestro, soy la mamá de Marcela y vengo porque me dijo que usted le iba a entregar una carta para mi esposo y para mi”.

  Sorprendido por el posible error de comunicación que hubiera causado una mala interpretación acerca del reconocimiento personal que hacía y el cual por mucho no formaba parte de un evento académico de protocolos establecidos por la escuela, invité a la señora a pasar.  Deteniéndonos frente a mi escritorio tomé un sobre y se lo dí.

  Ajusté mi corbata, me acomodé el saco y dije: “Mire señora, en realidad no era necesario que viniera pero ya que está aquí aprovecho la oportunidad no solo de entregarle la carta sino decirle, personalmente, que estoy muy pero muy contento con el rendimiento académico de Marcela a quien considero mi mejor alumna, su esfuerzo por obtener las mejores notas siempre estuvo presente y eso sé que no es solamente la dedicación de ella sino la atención que ustedes, sus papás, ponen al desempeño de sus hijos”

  La señora interrumpió – “¿Qué puedo yo decir profesor sobre mi hija? más que  hablar bien de ella.  No más pa’ que sepa usted.  Nosotros somos gente humilde y encima mi esposo perdió el trabajo hace unos meses; casi no teníamos para comer, menos íbamos a tener para la escuela de mi Marcela, ella veía como batallábamos para juntarle unas monedas aunque fuera para que tomara el autobús a la preparatoria.  Y un día me dijo –‘no se apure amá yo voy ayudarles a usted y a mi apá’ – y que se pone a vender dulces en la calle y en la escuela para sacar para sus camiones y todavía nos llevaba unos cuantos pesos para que compráramos algo de comida”.

  Marcela bajó la vista apenada, a mi se me nublaron los ojos.  Pasaron por mi mente imágenes de alumnos que pierden el tiempo tirados en los pasillos fumando y desperdiciando su vida, también aquellos malos maestros faltistas solapados por las autoridades y pretextando “juntas” o “reuniones” de todo tipo.  Recordé a los funcionarios universitarios que derrochan el dinero que el gobierno les da para la educación en gastos superfluos de “representación” mientras nuestros verdaderos estudiantes sienten en carne propia la injusticia y la inequidad de un sistema educativo decadente y corrupto.

  Pero también pensé que el curso había valido la pena solamente por esa visita y las palabras que ahí había escuchado, le agradecí profusamente a la señora que hubiera acudido personalmente por la carta, la lección que dejaron cambió mi vida.  Cuando despedí a Marcela ella extendió su mano derecha la cual sostuve con mis dos manos hasta que levantó la vista y le dije: “Marcela estás llamada a cambiar a este país que necesita urgentemente de personas como tú, por favor no claudiques, por duro que estén los tiempos sigue en la lucha confío plenamente en ti”.

  Pasaron los años y supe que Marcela se había graduado con honores de ingeniero industrial, su padre había vuelto al trabajo como mecánico de autos y su madre había puesto en un cuadro, en la sala, la carta que un día recibió en mi salón de clases.

FIN

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