La becaria estaba harta de hacer fotocopias. Estaba desesperada y su autoestima por los suelos.

En su precario trabajo únicamente oía suspiros de insatisfacción y críticas de sus compañeros hacia la situación laboral y el empleo en el país.

¡Qué sabreis vosotros!, pensaba mientras los aromas del café revenido de la máquina, del toner reciclado de la fotocopiadora y de la humanidad concentrada en una pequeña oficina sin ventilación inundaban sus fosas nasales.

Sus manos estaban llenas de cortes producidos por el manejo del papel e irritadas por el sempiterno polvo residual que no conseguía eliminar ni la encargada de la limpieza. Su pelo estaba tan cargado de electricidad estática que hubieran podido utilizarla como lámpara de apoyo simplemente acercándole una bombilla. Mejor no lo comentaba, que a veces el jefe tenía ocurrencias muy extrañas.

Si tuviera que elegir la situación más desagradable sería la del acre sabor del café de la máquina que, eso sí, tenía dos virtudes sobresalientes: por un lado era el sistema más eficaz para desocupar sus intestinos saturados de la comida basura de la noche anterior, la única que podía permitirse con su magra retribución; por otro le permitía mantenerse en forma, ya que nada más llegar a su estómago tenía que iniciar una carrera de obstáculos por el pasillo para llegar cuanto antes al servicio y dejar que el brebaje cumpliera su primera virtud.

Aquel día su paciencia llegó al límite y decidió pasar a la acción. Se dirigió al cuarto de limpieza donde el personal de mantenimiento guardaba sus herramientas y allí eligió los instrumentos para su liberación.

Sin vacilación, avanzó por el pasillo hasta la zona de la fotocopiadora y empuñando fuertemente el martillo que había cogido de la caja de herramientas, asestó con saña repetidos martillazos al cristal de la máquina.

Cuando los enfermeros de emergencias la sacaban a rastras para llevarla a la ambulancia, todos la oimos pronunciar una frase que permanecería para siempre en nuestra memoria: “La maté porque era mía”.

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