El buscador de estrellas

El buscador de estrellas

Julia Bosch

11/05/2016

Como cada día al terminar mi turno, abandoné el hotel por la puerta giratoria del vestíbulo principal. Debo hacerlo por la salida destinada a los empleados, pero hay algo en estas puertas que me trae recuerdos de mi infancia y salir por ellas, me produce un extraño júbilo.

Una vez fuera, Nick, el portero, me saludó llevándose la mano a su gorra de plato y se acercó,  como hacía cada noche, a contarme las inclemencias meteorológicas. 

—Esta noche hace un frío que pela, ¡verás cómo hiela esta madrugada!

—Buff…, —exclamé yo sintiendo un escalofrío. — ¡Ya puedes abrigarte! —La expresión de mi cara, hizo que riera feliz y se despidió mientras corría para abrir la puerta de un taxi que paraba, exactamente, a la altura de sus pies. 

Me subí el cuello del abrigo sin poder evitar que una ráfaga de viento helado me azotara la cara, algo que en el fondo agradecí después de haber pasado todo el día encerrado en mi «microcosmos».  Como cada noche, miré al cielo buscando estrellas, pero no vi ninguna, las luces de la ciudad lo hacían imposible. —« ¿Por qué tendré yo esta obsesión con las estrellas?», —me pregunté a mí mismo.

Seguí calle abajo y apreté el paso; estaba cansado, deseaba llegar pronto a casa, quitarme los zapatos y tumbarme en el sofá; sin embargo, aquel paseo diario después de trabajar me daba la vida; me encantaba sentir el ritmo de la ciudad, deslumbrarme con sus luces e impregnarme de su olor…; inspiré hondo… ¡La ciudad!.. —« ¿Qué más ciudad que en la que estoy encerrado todo el día?» —pensé algo enojado. En el fondo, más que una ciudad, el hotel donde trabajo es para mí como un gigantesco reloj que avanza perfecto e implacable, aunque es delicado en su interior y así, el más mínimo fallo de cualquiera de sus piezas, puede hacer que todo el engranaje deje de funcionar y aquella inmensa máquina se pare.

Aquel pensamiento me produjo una sensación de agobio, pero inspiré de nuevo tratando de llenar mis pulmones de «aire libre» y me dije a mí mismo que, a pesar de todo, era afortunado. Mi trabajo es diferente cada día y eso es, precisamente, una de las cosas que más me motiva. Hoy por ejemplo había sido un día tranquilo; tan solo ese pequeño incidente con aquel huésped. A estas alturas no debía extrañarme, era uno de tantos, prepotente y mal encarado, de esos que creen que ser cliente implica arrogancia y mala educación. Como disculpa, debo decir que su vuelo se había retrasado seis horas, tiempo que debió aprovechar para acabar con las existencias de cerveza del bar del aeropuerto y del propio avión.

Yo estaba en la oficina terminando unas reservas, cuando escuché unos gritos: — ¡Esto es impresentable!.., ¡vaya mierda de hotel de cinco estrellas!  Conté hasta diez y me levanté de mi escritorio, dirigiéndome hasta la puerta despacio. El jarrón de orquídeas estratégicamente situado, me permite observar lo que ocurre en recepción sin que desde allí puedan verme. Amanda, tras el mostrador, sonreía tranquila; a pesar de su juventud va teniendo tablas. Dudé si dejarla o no, pero al final pensé que, como jefe de recepción, me correspondía tratar con ese tipo de clientes. Me acerqué y mirándole a los ojos le pregunté: — ¿Algún problema señor?  —Al verme, se sorprendió y cambió el tono. —Bueno…, —contestó dubitativo, — solamente no comprendo tanto trámite, que si el pasaporte, la tarjeta…,¡esperaba más facilidades de un cinco estrellas!…

—No son normas del hotel, las autoridades nos obligan a registrar a todos nuestros clientes, cómo en cualquier país, —contesté yo con cierto sarcasmo, —pero no se preocupe, será solo un segundo.

Minutos más tarde, cuando entramos en la habitación su cara cambió. Madera clara, luces bajas, mármol y espejos, junto con una enorme cama blanca llena de almohadones y la ciudad a sus pies vista desde enormes ventanales en una planta 42, parecieron surtir efecto. Además, en cuanto le dije que enseguida le subirían un cubo de hielo, el problema se acabó, ¡se volvió del cuerpo diplomático!

De vuelta a recepción y mientras avanzaba por los largos pasillos cuyas puertas parecían mirarme de reojo como escondiendo todo tipo de historias tras ellas, me crucé con una pareja que caminaban abrazados. Ella era mucho más joven que él. —« ¡Tú eres mi estrella, cariño!», —musitaba el hombre mientras le acariciaba el trasero sin disimulo.  Decidí mirar hacia otro lado, esperando no tener que volver a enfrentarme al día siguiente a una esposa llorosa rogando la ayudáramos a descubrir la infidelidad de su marido.

Por fin, alcancé el ascensor que me pareció un maravilloso refugio de acero, madera y cristal. De repente, se detuvo en la segunda planta y dos señoras elegantemente vestidas entraron. —«Pues no me ha gustado…», —decía una a la otra. —«Sí, yo también me esperaba más…, muchas estrellas pero si te digo la verdad, me he quedado con hambre». Me hice el sordo. Sin duda venían de la boda en el Salón Azul. ¡Ojalá terminaran pronto! Mañana empezaba una convención de una empresa importante, y teníamos que dejar todo preparado, ¡que para eso habían elegido un cinco estrellas!

Cuando llegué a recepción, Amanda me esperaba desconsolada.

— ¡El huésped de la 215 ha llamado veinte veces! Está empeñado en que suba yo personalmente a arreglarle el wi-fi.

— ¿El wi-fi? —pregunté yo, arqueando las cejas.

—Eso dice…, no para de quejarse, —« ¡Qué esto no puede ser, qué somos un cinco estrellas!»

—Vamos pues. — Contesté enfadado.

Tocamos su puerta y al huésped de la 215 la sonrisa se le quedó helada al verme. Corrió a cerrarse la bata mientras juraba que todo había sido un error, seguramente debido al idioma,  pues ni tan siquiera tenía ordenador. De vuelta a recepción, no podíamos parar de reír…, había sido tan patético.

Llegué a casa, pero antes de entrar y sin saber por qué, miré al cielo buscando estrellas.

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Sheraton Changde Wuling Hotel (China).

FIN

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