Revolviendo en los viejos cajones de mi casa familiar encontré hace semanas una foto tipo orla en la que, como un auténtico y relamido panoli, aparezco con el uniforme de la última empresa de seguridad en la que trabajé mucho tiempo atrás. Observándola, de inmediato los recuerdos brotaron a mi mente procedentes del sótano más gris de mi vida.
Aún no sé muy bien cómo ni mucho menos el momento exacto en que empecé a trabajar allí pues los años ya se me van difuminando en la memoria, pero cuando entré en aquella oficina a buscar curro era una tarde de primavera aburrida y calurosa, eso sí lo recuerdo bien, de esas en las que el el calor empieza a ser más pegajoso que el jarabe y el tedio se apodera de todo bicho viviente. El jefe de aquel chiringuito, el típico patrón (que no empresario) de por aquí: una mezcla de negrero provinciano y grosero destripaterrones devenido en nuevo rico por mor de la infame «burbuja», explotador (no dejaba de recordarte que le debías hasta el oxígeno que respirabas) e inculto (se jactaba ante nosotros de haber leído en su vida solo dos libros: el manual del vigilante y el código de circulación), muy capaz de comerse un kilo de su propia mierda antes de dirigirte una palabra amable.
Sea como fuere, lo cierto es que – de un día para otro y como un autómata – pronto me vi arrastrado por una demencial vorágine de horarios nocturnos extenuantes en los servicios más estrafalarios, rocambolescos y algunos de ellos también peligrosos que conllevaron los esperados trastornos en los ritmos circadianos. Esto es, ausencia de sueño, pérdida de apetito, apatía, cansancio crónico amén del inevitable aislamiento social, antesala de la tan temida depresión.
Así durante casi tres años en los que únicamente hice que acostarme temprano…¡para no poder dormir! Porque lo peor era el insomnio, ése que provocaba que nada pareciera real, las cosas se distanciaran como si fueran miradas a través de una lente deformada y todo resultara semejante a una mala fotocopia de otra mala fotocopia, pues uno no terminaba de estar despierto ni dormido y el cual me convirtió en el vivo retrato de un jodido zombie sonámbulo.
Luego estaba la inacción: horas y más horas estando ahí sin hacer casi nunca nada, más solo que nadie en ninguna parte, viendo crecer la hierba y pensando en el sexo de los ángeles, mientras el reloj le daba unos siempre exasperadamente lentos mordiscos a la eternidad y te hacía sentir como «un grano de arena en el desierto del olvido» (Philip Marlowe dixit).
Y la noche, la cual dicen es joven, pero yo siempre percibí como vieja, fría, solitaria y artificial. No obstante, algo positivo tuvo trabajar en ella y fue mostrarme el otro lado de la vida, el menos luminoso, el que revela la auténtica naturaleza de muchas personas – no, no me refiero a lo que habitualmente entendemos bajo esa fachada erótico-festiva preñada de apariencias y más falsa que un billete de Mortadelo que en términos coloquiales denominamos como “farra”; hablo de otra cosa – cuando se mueven en sus sombras: con algunas de ellas me tocó entonces vivir momentos buenos y otros no tanto, pero siempre singulares e incluso hay quienes son todavía hoy mis amigos.
Al fin, un buen día reaccioné: fiel a mi estilo, mandé a paseo al susodicho jefe y salí de toda aquello. Lo malo es que después fui a dar con mis huesos a un conocido Call Center local rodeado de business managers con más vanidad que cerebro, de team leaders que harían las delicias como guardianas en cualquier lager nazi y de un montón de individuos – muchísimo más rastreros que los que me encontré en el “lado oscuro” de la noche – frustrados que, mientras quemaban sus vidas conformándose con ser parte de un engranaje diabólico que los abocaba a la hipertensión, la úlcera de estómago, el infarto de miocardio y la pérdida de neuronas, por vender al día un miserable seguro más que tú bien podrían haberte pegado un navajazo trapero en el bajo vientre.
Pero como diría Rudyard Kypling, “esa ya es otra historia”, una que a lo mejor me da por contar otro día, si bien sospecho que no será demasiado diferente de la de tantos jóvenes cualificados que, para vergüenza de nuestros gobernantes y durante demasiado tiempo, han sido condenados a encadenar un trabajo basura tras otro en este extraño país llamado España.
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