El nuevo siempre llegaba con el traje recién planchado. Cuando una vende ropa se fija en esas cosas. Era amable con las dependientas, flirteaba. Lo que más me intrigaba era que miraba mucho a la calle, pero yo pensaba que si nos robaban sería dentro de la tienda.

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Un día salió corriendo. En la persecución se le cayeron las esposas, aunque las recogió enseguida el ladrón ganó terreno. Volvió minutos después sudando, antes de entrar se pasó un rato golpeando el aire con su porra. No le hizo mucha gracia que fuera más rápido que él. Además la vieja que nos atemorizaba dejó de visitarnos en sus turnos porque él la seguía por toda la tienda mientras revolucionaba a las dependientas.

Cuando no andaba agasajando a mis chicas o siguiendo sospechosas entre las perchas, vigilaba la calle junto a la puerta como un doberman al acecho. Llegué a pensar que espiaba a las mujeres que paseaban por la calle. Y eso hacía en realidad. Cuando empezaba a plantearme que fuera bueno para la tienda me lo encontré en el ventanal de la primera planta. Me señaló la calle. Una joven con una mochila se dirigía a una mujer que salía del establecimiento. Intercambiaron unas palabras y la muchacha le dio una bolsa de papel a la señora a cambio de la suya. A veces también ofrece unos euros, me explicó. Luego la chica se sentó en un banco junto a otra que memorizó el tique, guardó la bolsa en un bolsillo de sus vaqueros y entró. La primera siguió en la calle. Lo miré sin comprenderlo. Me explicó que cogería las mismas prendas que hubiera comprado la mujer. Bajamos a la puerta principal. Él ocupó su puesto, yo me quedé cerca colocando ropa. Después de revisar sus esposas tres veces y un par de guiños, cuando doblaba por quinta vez el mismo jersey, la chica se aproximó a la salida activando las alarmas. El doberman comprobó la mochila, el contenido de la bolsa y el recibo. La trajo hasta mí. Este tique es de hace diez minutos, dije. Ella contestó que se había entretenido mirando unas camisetas para su hermana pequeña. No podía demostrar que no era suyo, así que me vi forzada a pedirle a una despistada cajera que desarmara las prendas y fingir una disculpa.

Después los dos nos quedamos de brazos cruzados en la puerta.

—Me ha costado un mes verlo —me dijo.

—El tique estaba pagado en metálico. Son listas —Noté que me estaba clavando las uñas en mis propios brazos.

—Supongo que lo cambiarán en otra tienda de la cadena por el dinero. O lo venderán.

—La próxima vez asústalas, que no vuelvan por aquí.

—Mira ahora quién parece un rottweiler —dijo dándome un toquecito con el hombro.

Solté una carcajada, se había enterado de su apodo, me di la vuelta y lo dejé plantado en su puesto. Todos los vigilantes no eran iguales, y éste empezaba a gustarme.

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FIN

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